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LA HOSPEDERÍA DE DOÑA ANDERAÇO


El Adelantado de Segovia.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Andaba hace unos días el que suscribe gastando unos vinos con mi compadre, el Sr. Bellette, charlando de mi última investigación entre diplomas y donaciones, construcción de castillos y edificación de señoríos en el medievo, que empezamos a comentar cierto documento custodiado en el maravilloso Archivo de la Catedral de Segovia.

Allí, en la cafetería de Paloma trataba de explicarle lo curioso de un diploma datado en Toledo, el 3 de enero del año 1201, donde se explicaba que una rica segoviana acababa de donar un molino al albergue que, años antes había fundado su marido en la Fuenfría. La mujer en cuestión, doña Anderazo, ya había aparecido ante mis ojos, tres años atrás, en bellísimos documentos en los que programaba una serie de misas en beneficio propio y de su marido, Gutierre Miguel. Éste, había llegado a ser señor de Moratillas y Espirdo, leal vasallo de Alfonso VIII y, como él, apaleado en la batalla de Alarcos. Típico segoviano, noble servidor del rey, de antigua estirpe campesina y repobladora, se había curtido en las guerras contra leoneses y navarros, garantizando la estabilidad del reino castellano, lo que le reportó no pocos beneficios. Su riqueza ha de verse en el poderío demostrado al construir el citado albergue de la Fuenfría y la capilla del Espíritu Santo, hacia el año 1187, en la catedral vieja de Segovia, aquella que quedó destruida en el transcurso de la Guerra de las Comunidades. Especulando acerca de los caballeros segovianos, amojonadores, repobladores y destructores de todo lo que amenazara la comunidad de Ciudad y Tierra de Segovia, no caímos, hasta pasado un buen rato, en la entidad de aquel albergue junto con el molino que, hace ahora ochocientos quince años, acababa de donar su esposa.

Por lo que respecta a este humilde Cronista, aquellas letras carolinas conformaban una noticia documental maravillosa, puesto que veía cómo la presencia de las citadas construcciones garantizaban la presencia de habitantes en el “Vallis Savis”, en los montes de mi querido Paraíso, más de un siglo antes de que una sobrecarta de Fernando IV demostrara cómo cabildo, obispo y caballeros de Pedraza y Sepúlveda, esquilmaban a los habitantes del bosque y cerca de ciento cincuenta años antes de que todo el valle apareciera descrito por Alfonso XI en su celebérrimo tratado de montería de 1345, constituida ya en Real Cazadero nuestra “Nava de San Alifonso”.

Desgraciadamente, en el paso de la Fuenfría, hoy apenas queda rastro alguno de construcción, ya fuera albergue, hospedería o molino, ni noticia referida a edificación de aquel tipo en el paso, más allá de la venta vieja que, según Diego de Colmenares, había construido la Ciudad de Segovia a finales del medievo. La duda al respecto, la inexistencia de referencias acerca de un hospedaje en el paso de la Fuenfría, me llevó a analizar detenidamente aquel documento, buscando más información en sus hermosas letras minúsculas carolingias. Pronto encontré la respuesta. El documento no aludía a una hospedería en el paso de la Fuenfría, sino en el camino hacia ese puerto. Comentándolo con mi compadre, llegamos a una conclusión sencilla: aquello debía ser el origen del Convento de Casarás.

De modo que me puse manos a la obra o, mejor dicho, en el archivo, tratando de dar sentido a este galimatías en que suele convertirse cualquier investigación histórica que se precie. Siguiendo tradiciones, cuentos y leyendas del bosque, la edificación conocida popularmente como Convento de Casarás o Casarás a secas, ha estado, hasta la actualidad, sometida al misterio y la especulación. De convento o cenobio a encomienda templaria, muchos han sido los que han liberado su imaginación y, transmitiéndolo de boca a oreja, han generado con el paso del tiempo un halo de misterio difícil de romper en lo que respecta a la ruina escondida en el bosque de Valsaín.
Desde un punto de vista historiográfico, científico y documentado, Gregorio de Andrés, en su artículo publicado en la revista del CSIC, “Anales del instituto de estudios madrileños”, en el ya lejano 1971, estudiaba y publicaba su investigación acerca del convento de Casarás. En su estudio se puede leer cómo Felipe II ordenaba la construcción de un albergue real en la cercanía, siendo administrado durante toda su vida por el secretario Francisco de Eraso, de ahí el nombre otorgado a la edificación herreriana hasta la ruina del edificio, allá por el siglo XIX. De la presencia de reyes en la zona, a la decisión de Felipe II de conformar todo lo habitable en los terrenos de Valsaín, Gregorio de Andrés establecía la importancia de aquella casa, a la vez que descartaba su uso como monasterio, que no convento, o cenobio, demostrando documentalmente su utilización como alojamiento real en el paso de la sierra a través del alfoz segoviano, tristemente enajenado en su vertiente ultraserrana a principios del siglo XIX.

Al parecer, el edificio fue acondicionado a finales del siglo XVI por los arquitectos Gaspar de Vega y Juan de Herrera, incluyendo entre sus funciones la acogida de viajeros y el pozo o almacén de nieve. De lógico aspecto herreriano — como todo lo que construyó, reedificó o reformó el rey prudente—, Casarás perduró mientras el paso de la Fuenfría constituyó el Camino Real entre las dos mesetas. Ya en el siglo XVIII, cuando Villanueva y compañía abrieron el paso de Navacerrada dando gusto a Antonio Ponz, siempre quejoso de lo miserable del puerto de la Fuenfría, el caserío de Casarás fue cayendo en el olvido, hasta transformarse en la ruina actual, pasto de las leyendas y de la imaginación maravillosa de los escritores locales. El propio Pascual Madoz, desamortizador impenitente, visitó la ruina, tratando de darle una explicación monetaria o un uso postrero digno de ser asignado a alguno de aquellos liberales de boquilla, acaparadores de todo lo que se desamortizó en la España de la reina Isabel II, a la vez que extendía la idea de que aquello debía haber sido un monasterio o cenobio religioso.

Que a causa de los que se olvidan de la historia está esta tierra repleta de fantasías, oigan.

En cuanto al origen de las construcciones en las cercanías de la Fuenfría, Gregorio de Andrés nada aportaba, más allá de las referencias ya comentadas a los templarios, personificado por algunos en el pobre y maldito Hugo de Marignac, templario acosado por el fin del Temple y escondido en tan maravilloso paraje. Uno, que es descreído en todo esto de los templarios por tierras segovianas, siempre anda escamado con leyendas de este tipo, pues vaya Vd. a saber qué diantres haría un templario en los montes de Valsaín o un convento fuera de los muros de la ciudad, que es donde deben estar tales comunidades religiosas.
En lo que respecta al origen, tanto Gregorio de Andrés como el resto de curiosos interesados en Casarás, acaban siempre por aludir a la Casa del Bosque de Valsaín del enfermizo Enrique III de Trastámara y a las descripciones al ya citado tratado de montería de Alfonso XI. Ninguno de ellos aclara nada al respecto del origen de las construcciones. Bueno, casi ninguno. Al menos Gregorio de Andrés desentrañó parte del nombre del edificio. De Casarás a Casa de Eras y, de ahí, hasta Casa Eraso, que es el nombre aceptado por los especialistas en el Real Sitio de Valsaín y recogido por este Cronista en no pocos artículos, en homenaje al secretario de Felipe II.

Y, cumpliendo con la labor del historiador más que la del Cronista, la documentación hallada en el Archivo de la Catedral de Segovia permite dar un paso más y avanzar hasta el origen de la Casa Eraso, que no es otro que la hospedería construida por Guitierre Miguel a finales del siglo XII. No me cabe dudad de que, basándonos en la evidencia documental, la Casa Eraso responde a la evolución constructiva de albergues para viajeros en aquella zona. Curiosa coincidencia etimológica y lingüística, que da a la primera edificación en el camino de la Fuenfría el nombre de la esposa del caballero segoviano, Doña Anderazo, siendo, por tanto, su nombre origina Casa Anderazo o, en su versión original, tal y como se escribía en la documentación de la época, Anderaço, a decir del diploma de 1195 conservado en el Archivo Diocesano de Segovia.

Ahora bien, la hospedería, que había sido construida por su marido en fecha indeterminada por la documentación, seguramente entre 1166, fecha de la primera merced recibida por Gutierre Miguel, y 1200, fecha de la muerte del caballero segoviano, no recibió tal nombre hasta la llegada del siglo XIII. Parece lógico pensar que la donación hecha por Doña Anderaço en 1201 de un “molendino” en las cercanías del rio llamado Molinos al “albergarie” de la vía del “portus Fontis Frigidi” fue el inicio de la edificación de hospitales en el paso de la sierra segoviana.

En cualquier caso, es más que evidente que la documentación, permite, por tanto, a día de hoy, documentar el origen de aquellas construcciones en el último cuarto del siglo XII, mucho tiempo antes de lo hasta ahora supuesto y asociar su origen con la voluntad de establecer un refugio seguro en el paso de la sierra de Guadarrama en época tan temprana por voluntad de uno de los primeros grandes caballeros villanos segovianos y, dado que el documento está custodiado en el Archivo de la Catedral de Segovia, testigo de la historia del cabildo, bajo la jurisdicción de la diócesis castellana.
Por desgracia, la frialdad lógica de la historia, que apoyada en el principio de la navaja de Ockham, encuentra siempre el camino más sencillo para explicar las cosas de lo humano, y acaba con mitos y leyendas bajándolo a lo terrenal y prosaico, terminando por expulsar templarios y fantasmas de las viejas ruinas de doña Anderaço.

Sin embargo, para los románticos amantes del misterio, la duda, pergeñadores de hermosas leyendas, la documentación nos deja zonas oscuras para la investigación en la persona del caballero Gutierre Miguel y su esposa, Anderaço; en la utilización en siglo tan complejo de la infraestructura serrana; en la relación entre aquel asentamiento y el patronazgo de San Ildefonso, San Alifonso en la toponimia de los viejos pergaminos. También para la imaginación en la búsqueda de protectores para tan expuesto lugar a las correrías almohades casi cuarenta años antes de la batalla de las Navas de Tolosa. Quien sabe si algún viajero andalusí aguardó allí, en la falda de la Camorca, el paso de algún terrible nublado; si algún caballero veló la desdicha de su amor entre los altos pinos serranos o alguna bella judía huyó hacia aquellas alturas esperando ser rescatada por un Ivanhoe castellano, que en Segovia hubo muchos de éstos. Y más bravos que cualquier inglés que se le pudiera haber ocurrido a Sir Walter Scott, como bien describió por la misma época el viajero musulmán Al Idrisi.

En ello habrá que seguir, amigos, entre pergaminos y latines; caballeros, reyes y clérigos; rodeados de enemigos y lugares ignotos y perdidos.; alternando el historiador con el Cronista. Eso sí, siempre en el Real Sitio. Siempre en el Paraíso.

Febrero de 2017.


 

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EL PINAR SIMBIÓTICO


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Andaba el que suscribe metido en entrevistas con vecinos del Real Sitio a cuenta de una publicación de Parques Nacionales y del Archivo de Memoria que el CIGCE lleva años construyendo, cuando me llegó la noticia de la aprobación de las enmiendas sobre la Ley de Parques Nacionales en el Senado. Alertado de ello por la siempre útil rne, rápidamente me puse en contacto con mi amigo Enrique Bellette Puente para que me pusiera al día. Por el camino, me encontré con mi querido amigo, el siempre madridista y temporalmente Senador del Reino, Félix Montes y pude intercambiar unas palabras al respecto.

Después de hablar someramente con ellos y analizar en igual medida el texto de las enmiendas aprobadas, llegamos a la conclusión de que aquello no respondía a lo que un servidor pensaba. Más bien a acuerdo para que aquellos que tienen terrenos privados afectados por la declaración de Parque Nacional puedan seguir con sus monterías. Ya saben, capitostes pegando tiros a todo lo que se menea, sea en Parque Nacional o residual.

Un tanto decepcionado por la acción legislativa del Estado, nada nuevo por otra parte, volví a mis quehaceres de investigación y difusión del patrimonio cultural e histórico del Real Sitio. Y, fíjense por donde, que, como les he avisado al principio de estas letras, esas obligaciones me llevan últimamente a preparar un dossier audiovisual para Parques Nacionales, acerca del antes y el después de mi Paraíso y cómo ha influido la declaración en el entorno.

Con la pregunta de marras en la cabeza, volvía el otro día de la Universidad y, una vez más, gracias a la radio, pude escuchar la opinión de un representante de WWF quejándose de la posibilidad de cazar en los Parques Nacionales, lo que degradaba nuestros parques del nivel 1 al nivel 3, como ocurre con la mayoría de los parques europeos. Y uno, que es muy suspicaz, pronto comprendió que el modelo que perseguimos, al parecer, es el estadounidense. El citado modelo americano de Parque Nacional, iniciado en Yellowstone, el primero de ellos, tiene como objetivo la preservación de entornos naturales salvajes, alejándolos de la actividad humana. Allí, en esos grandes espacios, los estadounidenses pretenden que el virus en que normalmente se convierte el ser humano no destruya aquellos parajes únicos.

Pues resulta que en Europa y, especialmente en mi Paraíso, la presencia humana es consustancial al desarrollo del biotopo desde los orígenes de su presencia. Es inviable comprender el actual Parque Nacional sin la presencia del ser humano. Allá donde vaya uno, es imposible no encontrar huella de tal actividad, siendo su esencia actual el fruto de la simbiosis de lo humano con lo natural, razón por la que ha sido declarado Reserva de la Biosfera por el programa de UNESCO “The man and the Biosphere”, esto es, el Hombre y el entorno natural.

En consecuencia, a pesar de que UNESCO celebra y premia la actividad humana en el mismo territorio, la Ley de Parques Nacionales establece una serie de restricciones a la actividad humana tradicional que provocan una paradoja básica y conducirán a un desajuste de la simbiosis citada que nuestros nietos nos recordarán amargamente. Para empezar, la prohibición de la explotación comercial de los recursos madereros, además de acabar con el motor económico tradicional de la zona, afectará directamente a mis amados judiones del Real Sitio. No pudiendo acceder al pinar a recoger las varas, los Maestros Judioneros tendrán que emplear piquetes y cuerdas para que crezcan las plantas. O cáñamos. O bambú. Que en cuanto se entere mi amigo de Beijing, inundará su establecimiento de varas para las judías. Y por mucho que los cultivadores de judías no vean peligro en ello, seguro que la calidad de la judía se verá afectada por el cambio del diámetro de la vara.

¡Y qué decir del pinar! ¿La entresaca natural de pimpollos secos quién la hará? No se destina prácticamente dinero para la limpieza del pinar y con la desaparición de la cuadrilla de limpia y de la mayoría de los gabarreros las partes altas del bosque se convertirán en un criadero de detritus orgánicos, fuente de degradación imparable del entorno.

En cuanto a la caza, base primigenia de la presencia humana en el Paraíso (y eso me hace remontarme como mínimo unos 28.000 años, con la presencia de los primos Neardentales), ha formado parte de la selección animal, tanto en lo que se refiere a su población como a la presencia de especies. En esos miles de años, la actividad cinegética humana en el Paraíso eliminó los grandes depredadores, siendo el hombre el único que queda en este ecosistema. Es cierto, por otra parte, que la caza ya no forma parte esencial de la economía familiar del factor humano. Sin embargo, no hay que menospreciarlo y banalizar su importancia. Dada nuestra penosa historia reciente, la actividad cinegética, sea caza o pesca, ha sido parte importante de la alimentación de los núcleos humanos del Paraíso hasta bien entrados los años sesenta del siglo pasado. Si bien es cierto que ninguna familia pasará hambre por la prohibición de la caza, el ecosistema no lo entenderá así. Aunque los sistemas naturales suelen autorregularse en plazos de tiempo medios, no podemos estar seguros de cómo afectará a la biodiversidad la desaparición del único gran depredador de la zona. Me dice mi amigo Enrique que la desaparición de conejos y liebres será paulatina y exponencial el aumento de zorros, sin poder asegurar qué ocurrirá con jabalíes y corzos. ¿Vendrán espontáneamente otros depredadores? ¿La propia naturaleza seleccionará ese aumento de demográfico con enfermedades endémicas al estilo de las plagas bíblicas egipicias? Por último, ¿tendrá algo que ver el paulatino aumento de la presencia de lobos en la zona con la desaparición del otro gran depredador?

Los cierto es que todo se escapa un poco a mi entendimiento. No quiero dejarme llevar por catastrofismos y políticas personales del “ya lo había dicho yo”, callándome ante tal situación. No hay que olvidar que, en la mayoría de los casos, la intervención humana en el orden natural de las cosas naturales ha desembocado en una plétora de desastres de difícil solución y aún más comprensión. Ahí está la historia para confirmarlo.

Por lo que a mí respecta, seguiré luchando por preservar la riqueza de mi Paraíso, defendiendo lo que de humano hay en tan maravilloso lugar, colaborando, apoyando y escuchando cuantas iniciativas haya a favor de mi Paraíso. Y, por supuesto, luchando por que las judías de La Granja sigan siendo el manjar divino que son. Ese punto, amigos míos, siempre será innegociable.

Noviembre de 2014.


 

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FELIPE, EL GABARRERO


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

De un tiempo a esta parte, durante el transcurso de mis múltiples excursiones y paseos varios por el Paraíso, vengo observando con cierto temor el aspecto que el pinar y bosque de Valsaín está tomando. Ramas, árboles caídos, roña de los pinos y demás desperdicios que el bosque regala, acaban dormitando en laderas de quebradas, majadas, vallejuelos, veredas, crestas y lomas de mi querido Edén. Sorprende, sobre todas las cosas, encontrarse troncos enteros disfrutando del descanso de los justos sin que nadie se ocupe de ellos.

De la Chorranca al Pino Bonito; de la Majada de Rompe a la Fuente del Tío Levita; Del arroyo del Infierno al Pino del Tío de la Bota e, incluso, al Cojón de Pacheco, el aspecto del bosque es cada vez más descuidado. En cada paso, cierto resquemor se apodera paulatinamente del que suscribe, poco dado a las conjeturas, pero un poco atemorizado por el qué puede pasar si no se pone remedio. Hace un par de meses, por poner un ejemplo, un álamo, tronzado por el viento y la mucha lluvia, acabó desplomándose en uno de los puentecillos de madera que salva la primera de las escorrentías que separan La Granja de La Pradera de Navalhorno. Vimos cómo el retén correspondiente habilitaba el paso. Del pobre difunto vegetal, nada de nada. Ahí sigue, su natural tono marrón transformado en un verde putrefacto de los más inquietante.

Uno que, como bien dice mi Compadre, el Sr. Bellette, no puede evitar ser Cronista todas las horas del día, esté despierto o no, rápidamente buscó un acaso en el pasado que explicara la diferencia de panoramas que el tiempo nos ha traído. Causas que justifiquen la dejadez y abandono al que parece estar sometido el bosque, cada día más parecido al temible Fangorn de la Tierra Media, tan bien descrito por mi adorado Tolkien. Y la única conclusión a la que puedo llegar, tornando mi pensamiento sofista en matemático, se resume en la desaparición de una variable del sistema. Como habrán podido adivinar por el título, esa base desaparecida de la ecuación no es otra que los gabarreros de Valsaín y La Pradera de Navalhorno.

Auténticos médicos de atención primaria del pinar, durante siglos, cargando de desperdicios sus caballerías, los gabarreros fueron preocupándose de limpiar aquel Paraíso intemporal, tornándolo en impoluto vergel donde los privilegiados pudieran disfrutar de las bondades de un bosque bendecido. De los anónimos habitantes de los bosques que a finales del siglo XIII pechaban unas veces al cabildo, otras al rey y las más de ellas a la Junta de Nobles linajes de Segovia, a los De La Peña a principios del XVIII o los Trilla, Sastre, Martín, Goya y tantos otros que desde el XIX a la actualidad han bregado con el pinar, generaciones y sagas familiares de aquellos núcleos de mi Real Sitio han sufrido las cuestas y cárcavas, los fríos y calores, las nieves y vendavales en beneficio del patrimonio natural que hoy disfrutamos, Reserva de la Biosfera, y virgen en lo que a incendios se refiere. Por lo que a mí respecta, gracias a ellos he podido, en gran medida, conocer y, sobre todo, respetar el bosque. Y hacerlo respetar, educando, que no enseñando, a mis alumnos, como ellos lo hicieron conmigo.

Ahora bien, la dureza del oficio, la soledad, hizo de aquellos faunos del pinar hombres duros y de pocas palabras, de miradas eternas y expresivas sin saliva que gastar. Para mi fortuna hubo dos que gastaron su tiempo en transmitirme parte de su experiencia. Del primero de ellos, Tomás Artola, ya he hablado largo y tendido en las páginas de este centenario diario. El segundo, mi querido amigo Felipe Martín, merece un renglón igualmente agradecido de este humilde Cronista.

Con sabia paciencia supo transmitirme, en los años que compartimos almuerzos y calores en los hornos de la Real Fábrica de Cristales, aquel amor imperecedero por el pinar como causa y fin de sus alegrías y desgracias. Allí se fogueó en la juventud y acostumbró al espinazo a doblarse en la madurez. Por sus empinadas cuestas, hacha en mano, desgranó ese divino tesoro, alimentando pinos, robles y manantiales. Y algún que otro disgusto, escondido en la umbría para no ser visto por los guardas en los años de la miseria o persiguiendo alguna vaca revoltosa por los altos con la mula cargada hasta los topes. De todas sus aventuras, ninguna como su enfrentamiento con el temible Dimitri Grigoroff Ivanoff, primer administrador del Patrimonio Nacional tras el fin de la Guerra Civil Española. Desde luego, llamar "tío ruso" a un búlgaro naturalizado español, veterano de la Legión Extranjera de José Millán Astray, y curtido en la Guerra Civil Española, tuvo su aquel, oiga.

Pasados los años, perdido su vigor en favor del titánico esfuerzo familiar, cada vez que le veo vuelven a mí aquellos relatos de los años bárbaros que algún día habré de plasmar negro sobre blanco. Y en los surcos que el paso del tiempo ha ido dejando en su rostro he ido viendo la necesidad que de los gabarreros sigue teniendo nuestro querido bosque. Las dificultades que la administración impone a su labor, adscrita al corsé que la legislación dibuja en una simbiosis natural durante milenios, ha ido alejando a los gabarreros de su estatus primigenio que nunca debieron dejar. De la imposibilidad de ejercer su función a las prohibiciones de gabarrería durante los fines de semana o los permisos para recónditos y alejadísimos lugares, a la contracción del mercado, de forma lenta pero constante, los gabarreros han ido languideciendo hasta convertirse en patrimonio de científicos e investigadores culturales.

Hoy día, en un presente siniestro, se puede ver a los miles de turistas cazadores de fotografías y pisadores de setas de todas las especies, asombrados y perplejos, mirando los hitos que adornan Valsaín, cargaderos de leña y potros de herrar caballerías. Me pregunto cuándo podrán ver a un gabarrero de verdad, si tendrán esa suerte en los años venideros o tendremos que crear un Centro de Interpretación de la Tradición Gabarrera.

Lamentaré tener que asistir a tamaño despropósito, mientras el bosque languidece, comido por la inmundicia inútil, recurso bendecido en tantos lugares del mundo y, por lo que parece, objeto de estudio de antropólogos y etnólogos.

Si tal cosa llegara a ocurrir, la verdad, no sé cómo podré explicárselo a mi amigo Felipe, el Gabarrero. Sí su media sonrisa me mortificará y esa mirada triste y caída apagará algo de mi entusiasmo. En cualquier caso, como ellos con la vida, no permitiré que el desánimo me domine y esperaré, ansioso, volver a cruzarme con uno de ellos entre pinares y riachuelos; quebradas y peñotas; praderas y majadas; con la esperanza de que no todas las tradiciones acaban por perderse.

Octubre de 2014.


 

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LA CANCIÓN DE PUMARES


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

En estos días que vamos a celebrar en el Real Sitio la festividad de San Ildefonso, anda el que suscribe un tanto preocupado por nacionalismos, separatismos y demás "ismos" que tratan continuamente de amargarme el desayuno y elevar mi escaso índice de rabia y odio hacia mis congéneres. La necedad diaria de presidentes y presidentitos, que de esos hay muchos por aquí, me amarga el refrigerio y me hace pensar constantemente en todas las cosas que, al parecer, tratan de separarnos, de romper nuestra identidad, de hacernos distintos unos de otros cuando, a los ojos de toda la humanidad, somos tan parecidos. Y eso me hace pensar cada mañana, a la vez que empieza a dolerme el estómago, en todas aquellas cosas que nos unen. Que nos hacen formar parte de una comunidad.

No será el pobre San Ildefonso, la verdad. Obispo afamado que fue de la hermosísima ciudad de Toledo, su relación con el Real Sitio es, cuando menos, sorprendente. Aquí nunca estuvo. Su cuerpo está enterrado en Zamora y su vida, en la Ciudad Imperial, donde guardan sus casullas milenarias, nunca mejor dicho, como oro en paño. Al parecer, los habitantes de los bosques de Segovia lo tenían como patrón y dieron su nombre el paraje donde los reyes castellanos perseguían osos, puercos y a alguna que otra hermosa moza serrana. Y si no, pregunten al Arcipreste de Hita. Que, a buen seguro, podría escribir un tratado sobre la belleza de las serranas. Suerte tuvo éste, por cierto, de que las segovianas de aquella época no supieran leer.

Pero, con ser basamento histórico no basta. Se necesita algo más. Que el día del Santo siempre es frío y nevado. En mes y semana laboral. Después de las Navidades. Perfecto para un vinito en la plaza, una jota petrificada y a Madrid a las rebajas.

Por eso, dirán algunos, tenemos dos patrones. El Santo de agosto es mucho más celebrado. Le acompañan verbenas y bailes, judías y juegos de aguas. Y mucha juventud embutida en ropajes diversos, cada cual más estridente. Pero ocurre igual que con el pobre San Ildefonso. De San Luis se acuerda la gente por lo que tarda en venir, que dice la copla. Ya nadie sabe si era paisano o francés; si su madre era castellana y él servidor de la iglesia en cruzada maldita que le costó la vida. Languidece el pobre en su altar de la capilla de la Venerable Orden Tercera de San Francisco, aguardando a esa semana que tanto desgasta su nombre.

A estas alturas de la vida, por tanto, perdida la religiosidad por la mayoría, los santos ya no unen, ni siquiera en las celebraciones. Sin embargo, hay algo que diferencia en la celebración al francés del visigodo. El día de inauguración de las fiestas, tras el protocolario pregón, el pueblo presente en la plaza se desgañita durante unos intensos minutos cantando lo que todos llaman himno de La Granja. Hasta los niños más pequeños, entre balbuceos, acompañan alguna de las estrofas, logrando su mayoría de edad cuando pueden cantar la copla de un tirón.

Mientras todos cantan, abrazados en el éxtasis de la celebración, me viene a la memoria, Cronista que es uno hasta cuando no ejerce, el origen de aquella canción. Copla típica de taberna, fue, en sus inicios, cantinela de la Rondalla de La Granja. De allí la cogieron los peñistas y acostumbraban a cantarla entre limonada y cerveza. No obstante, no fue hasta los años ochenta que todos la tomamos por himno.

Y ahí entra mi querido amigo, José Ignacio Pumares, culpable de tan feliz metamorfosis. Con su banda de secuaces de la peña del Cencerro, Rafa, Juanjo y, sobre todo, Gustavo, subían al escenario y nos aleccionaban en el canto de tan hermoso estribillo. Una vez tras otra, verbena tras verbena, tomaban la escena al acabar el baile y nos identificaban con su música; con su son; con su letra. José Ignacio, tuno y tunante, lideraba la liturgia nocturna. Que llegamos todos a adorar las tunas y empezamos a llenar la plaza al acabar la verbena con el único objetivo de desgañitarnos, ponernos de rodillas y jurar por la virgen del Carmen, vaya usted a saber qué andaría haciendo la pobre en un pueblo sin mar, construir carteles dorados sobre puentes y vaciar los bares, repletos entonces de jóvenes felices para los que un botellón no era más que una recipiente enorme.

Y la copla se convirtió en canción y la canción en himno. Y el himno en pegamento de una comunidad. Que basta empezar la trova en un bar para que los parroquianos sigan la estrofa y se llenen los vasos una y otra vez. De cantarse en las verbenas, a las cuatro de la mañana, a entonarse oficialmente después de que el pregonero acabara, inaugurando los festejos.

Por ello, todas las mañanas, cuando empieza a dolerme el estómago escuchando las noticias, cuando aquellos que se separan, separadores, separados y separatistas, los que ciegos buscan diferencias y no semejanzas, sonrío y me acuerdo de la Canción de Pumares. Tarareo un par de estrofas, termino mi desayuno y empiezo mi día con una sonrisa, feliz de vivir con seis mil compadres, con todos los que se han ido y los que se irán, sabiendo que, al menos, durante cinco minutos al año no habrá diferencia alguna que nos separe.

Enero de 2014.


 

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TEMPESTADES DEL REAL SITIO


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Hace ahora mes y medio que contemplaba desde mi ventana cómo el mundo parecía estar pronto a su fin. Durante media hora infausta, la luz se tornó en oscuridad y unos nimbos terroríficos descargaron su ira sobre el Real Sitio. La lluvia era tan violenta que apenas se podía ver a cinco metros y, mezclada con gruesos granizos, apiolaban al más valiente. O insensato, según se mire. Por las calles bajaban verdaderas avenidas de agua que se llevaban todo por delante y me recordaban a mi suegro, cuando me avisaba de que cualquier día íbamos todos al puente de Segovia.

Y es sorprendente con qué frecuencia ocurre que algo maravilloso se troca en terrible en este paraíso. Y casi siempre, con el agua como protagonista. El nueve de septiembre de 1793 llovió tanto que la pared del jardín que linda con las calles Alta y Baja de la Ría (No sé quién fue el lince que cambió esos nombres por Ría Alta y Ría Baja, cuando no hay más que una ría en el jardín) no pudo soportar la presión del agua y reventó. La riada fue de aúpa. Bajó por la calle de la Calandria, entonces de los Telares, calle de la Reina y del Horno con tanta violencia que arrastró a cuántos encontró a su paso, perdiendo la vida ocho personas.

Contra estas tempestades avisaba Breñosa ya hace tiempo, especialmente aquellas que venían del Este, de vientos huracanados y repletas de truenos y rayos. Que se lo digan si no a la secuoya que llamamos el Rey, cubierta su corteza de profundas cicatrices y laceraciones. Que parece que los rayos se han enamorado de su porte masculino y estirado. Claro, que la cercanía del pararrayos de la Colegiata ayuda lo suyo, oiga. Y si no, hablen al respecto con mi compadre, el Señor Bellette, cuyas cejas están blancas de tanto resplandor. Y una de sus televisiones en la basura por el susto. Y un teléfono. Y un reproductor de vídeo.

Ahora bien, si piensan que con el frío desaparece el peligro de tempestad, van ustedes frescos. Que cambiamos el rayo y el agua por la nieve y nos podemos preparar. Ya sé que a todos gusta la nieve. Su puro color y frescor vigorizante. El maravilloso paisaje. Las fotos en los jardines con las fuentes congeladas y cubiertas del manto primigenio de la madre Naturaleza. Si, además, ocurre a destiempo, a finales de primavera o principios del otoño, nos volvemos locos, transformamos en turistas y corremos al jardín, poniendo en un brete a la Delegación con tanta visita. El 8 de mayo, por ejemplo, de 1797 nevó tanto que hubieron de ser recogidas entre los muros del Real Sitio más de 10.000 ovejas que bajaban del pinar en temporada de esquileo, perdiendo la vida en la tempestad cuatro pastores y sus correspondientes rebaños. Hasta dos varas y media cayeron en los altos, una en la población, lo que traducido al sistema internacional de medidas nos da casi un metro y más de dos en las cumbres.

En aquella ocasión, lo funesto de la tempestad se debió a lo inesperado. Nadie espera un metro y medio de nieve en mayo. Lo espera en febrero. O principios de marzo. Entonces solemos estar preparados. ¿O no? El 6 de marzo de 1806 nevó tanto y con una ventisca tan fuerte que la nieve cubrió los balcones de las casas y hubo que sacar a los vecinos por los tejados. En similares circunstancias se encontró el Real Sitio en 1974, cuando estuvimos tres días incomunicados y hubieron de ser despejadas las calles por camiones quitanieves. Que nos podíamos sentar en los balcones de la iglesia sin escalera.

Otra de las versiones tempestuosas del agua en mi paraíso ocurre cuando se congela, impelido por las bajas temperaturas. De esas hemos visto muchas. Algunas de naturaleza ártica. Entre las más señaladas, el 17 de enero de 1808 hizo tanto frío que todas las calles del Real Sitio acabaron cristalizadas, lo que resulta asombroso teniendo en cuenta que eran de tierra prensada. A un servidor se le congelaron los pantalones yendo a la panadería de Bernardo a causa de unos increíbles 18 grados negativos en 1987.

Seguramente, mis vecinos tendrán sus recuerdos acerca de temporales, ventiscas, tempestades, nublados terribles y tifones varios que puedan compararse a los citados. Y estoy seguro de que me lo harán saber. Por eso, cuando el otro día leía la carta de Emiliano Yagüe en este centenario diario sobre la podredumbre del agua del pantano del Pontón, se me vino a la memoria aquella tormenta del pasado mes de septiembre y pude rememorar cómo reventaron los colectores y el modo en que la riada recorrió todo el barrio bajo, inundando garajes, casas y locales comerciales para terminar, irremisiblemente en el sumidero en que a veces se convierten los ríos.

No me cabe duda de que tal circunstancia ha ocurrido en el pasado y ocurrirá en el futuro. Por ello, si para algo sirve el conocimiento de la Historia es para comprender el pasado y utilizarlo como referencia en el futuro, procurándonos esa experiencia milenaria que nos debería hacer caminar hacia la perfección social.

Por lo que a mí respecta, seguiré atento a las nubes de este paraíso, reforzaré mi flota de paraguas, no me compraré nunca un piso bajo y rezaré para que algún día se haga caso, por fin, a Platón.

Noviembre de 2013.


 

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EL AGUA DEL REAL SITIO


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Después de unos días debatiendo calidades de aguas, olores y sabores, algas y batracios, brillos y opacidades de estanques y pantanos. Después de leer comunicados, artículos, intervenciones, quejas, escaqueos e inculpaciones. Después de contemplar un desfile de vecinos con botellas, garrafas, redomas, vasijas y hasta damajuanas, secando la pobrecita fuente del Castillo, en La Pradera de Navalhorno. Después de todo ello, lo único que me viene a la memoria es la voz de mi querido tío Fernando, el pasado mes de julio.

Resulta que, tras varios intentos, conseguimos citarnos a primerísima hora de la mañana, más allá de la Puerta del Campo, justo en el partidor que hay junto a la puerta del Molinillo. Un poco por encima de la fuente de la Magdalena, en la misma puerta de la Casa de Las Flores. Allí, mi tío tuvo a bien relatarme en clase práctica la distribución de aquel tesoro líquido que durante siglos ha sido uno de los principales alicientes del Real Sitio.

Con los paredones del Reventón y Peñalara frente a nosotros, el esplendor de la naturaleza salvaje nos enseñaba el camino. En fabulosa y sonora cascada, el arroyo del Chorro descendía a través de la fronda hasta el partidor, como en uno de esos documentales de National Geographic que, a cámara lenta, suelen dejarnos boquiabiertos. Al llegar al partidor citado, salía una toma o teja, como gustan decir mi tío y mi padre, hacia el plantel del jardín de palacio. Otra, antes de entrar en la población, era captada por el molino de Castro, quien tenía su propio embalse en miniatura, llegando el cauce restante a un segundo partidor.

A ese colector acudía otra corriente gemela, el conocido arroyo de las Flores, hoy tristemente embutido en una despreciable tubería. Lo mismo hacían el arroyo Carneros, el Morete y parte del de la Chorranca, si no me equivoco, llenando varios de ellos el Mar de los Jardines y transformándose en la famosa Ría del Jardín, poblada de truchas comunes de la fantasmagórica piscifactoría; allí gustaba Alfonso XIII de practicar tan divertido pasatiempo y un servidor y sus compinches de plantar arreos y pescar ranas.

Este flujo constante de agua alimentaba a base de tejas los centros de principal actividad del Real Sitio y las huertas de Navalaloa. Buena parte se lo llevaba la vieja Real Fábrica de Cristales, reconvertida hoy en Fundación Centro Nacional del Vidrio, resucitada ya por tercera vez. Que su próximo presidente debería llamarse Lázaro, oiga.

El resto del arroyo de las Flores, tras superar su contribución al ingenio fabril, acababa en las huertas de Cristino, desaparecidas en los años setenta, ocupado su lugar por la colonia Esperanza y algunos de los mejores semilleros del rico y dorado judión, trabajados, entre otros, por los maestros Tomasele, Pedrín, Ángel Marcos y el padre del Señor Bellette, mi compadre.

Además de las huertas, el agua continuaba su frenético viaje por el Real Sitio, abasteciendo el desaparecido matadero y, ya extramuros, el Real Club de Campo del Tiro Pichón, hogar de los primeros campos de golf y de lawn-tennis del país; la Casa del Duque, donde se decidió proponer en 1870 al duque de Saboya como rey de España e, incluso, la Huerta del Venado, transformada en residencia de ricos y riquísimos. Más allá de aquel punto, vertíanse las aguas de este Shangri-La en el río Valsaín, justo antes de casarse con el Cambrones para alumbrar el segovianísimo Eresma, topónimo derivado, por cierto, del nombre de la tribu celtíbera de los arévacos, quienes cazaban, pescaban y recogían setas libremente. Eso sí, hace más de dos mil años.

Estas venas y arterias del Real Sitio se completaban con la ingente plétora de manantiales del pinar y bosque de Valsaín, dando a mi Paraíso una calidad de aguas que ya hubieran querido tener los de La Toja: de los prístinos cañuelos de la Chorranca, Chotete, Zorrillo, Charcón de las Ranas, Tres Varas, Ratón, La Plata, Raso del Pino, Cruz de Abastas, Majada de Rompe; a las salvajes aguas de la fuente del Batallón Alpino y sus dos caños o la escurridiza fuente de la "Merendá", por decir alguna y que mi amigo Jesús no se enfade al leer estas líneas.

Este permanente fluir y trasvasar; saltar y escapar; mojar, refrescar y empapar, han formado parte inherente del Real Sitio. Son seña de identidad de la Reserva de la Biosfera y corazón del Parque Nacional. A todos nos corresponde proteger y preservar esta riqueza. Conservar su divino sonido, que lleva milenios provocando la sonrisa de los chiquillos, y su puro sabor, que ha alegrado otros tantos años el esforzado camino del habitante de los bosques, del transeúnte o del explorador; del cazador y del pescador; y, por supuesto, la felicidad de seteros, antes de que la ciencia infusa los convirtiera en micólogos. No quiero ni pensar en ese improbable día en el que tuviéramos que caminar por el Paraíso con botellitas de agua analizada por el laboratorio del Doctor Oliver.

Habrá que aplicarse.

Octubre de 2013.


 

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PIERNAS DE ACERO, CORAZÓN DE VALSAÍN


Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Andaba el otro día cumpliendo con mi visita anual a la presentación de la revista Crónicas gabarreras, fruto del esfuerzo y la pasión de José Manuel Martín Trilla y su encantadora esposa, Mayte, y tuve la fortuna de coincidir con mi admirado amigo, Juan Manuel Santamaría. Dado que el número de este año de la revista se centra en el deporte, la presencia de Juan Manuel, experto esencial de la historia del deporte segoviano, resultaba inexcusable, así como su pluma, en la revista serrana.

Durante la presentación, Juan Manuel aludió a míticos personajes del deporte del Real Sitio y a eventos de primera magnitud aquí llevados a cabo desde principios del siglo XX. De todo lo contado, me impresionó la historia de Tomás Velasco, primer gran campeón nacido en Valsaín quien, a fuerza de acompañar a los señoritos y abastecerlos en sus descensos desde Navacerrada a la Venta de los Mosquitos, llegó a la conclusión de que los podía vencer en la competición.

Y así lo hizo. Y repetidas veces.

Llegó éste paisano a competir incluso en las olimpiadas organizadas en 1936 por el Tercer Reich hitleriano en la estación invernal de Garmisch. Para su desgracia, "sólo" obtuvo la cuadragésima plaza. Ante las preguntas de los periodistas se excusó argumentando que el masaje que le habían recetado antes de la competición le había machacado las piernas. Algo normal para alguien a quien no habían masajeado los remos en la vida.

Esta tradición de piernas de acero se perpetuó en el tiempo, basada en dos ingredientes esenciales: el amateurismo y la pasión salvaje por el deporte de montaña. Hoy en día contamos con grandes y reconocidos campeones en este Real Sitio, tan atípico en todos los aspectos, incluido el deportivo. Desde los campeonísimos Manuel Pérez Brunicardi, Raúl García Castán y su primo, David López Castán; el destructor de kilómetros verticales, Oscar Baeza; los hermanos triatletas Israel y Abraham Tapias y tantos otros que no cito en todas las modalidades deportivas imaginables asociadas al paraíso en el que vivo, la nómina va en aumento cada año. No dejo de sorprenderme con las ingentes participaciones en eventos deportivos de cualquier tipo: ironman, kilómetros verticales, carreras de montaña, ascensos, descensos, maratones en altitud, travesías… De los más de cien nadadores en la travesía del mar organizada por la peña de la Berza a los ciento cuarenta locos que acometieron el ascenso al pico de Peñalara desde la fuente de la Cruz de Abastas, superando un desnivel de mil metros en apenas tres kilómetros de distancia.

No me extraña que hayan hecho justicia este año a Luis Alonso, nuestro campeón más viajero, embajador del Real Sitio desde China al Polo Norte, nombrándole Pregonero de Honor de las Fiestas del Real Sitio de Valsaín.

Y toda esta locura empezó con aquel gabarrero, Tomás Velasco, curtido en los inviernos infernales de la sierra, hacha en mano y pie en alpargata, quien, como dijo Martin Luther King, un día tuvo un sueño. Solo espero que ese corazón de Valsaín y esas piernas de acero me sigan sorprendiendo desde las escarpadas lomas de mis montañas.

Y que las Crónicas Gabarreras lo cuenten año tras año.

Septiembre de 2013.


 

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EL TORITO TURISTA DEL REAL SITIO


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Andaba escribiendo el otro día un artículo para el Adelantado de Segovia, investigando sobre el origen de las fiestas de San Luis, y me encontré con una novedad muy curiosa. Resulta que en 1888 se celebró un encierro de toretes, no se sabe muy bien por dónde. El resultado de tal diversión fue que dos de los animalitos se escaparon del recorrido planeado. Uno de ellos fue prontamente capturado. El otro, como tantos otros que por primera vez llegan al Real Sitio, decidió hacer turismo, vagando por el entorno in secula seculorum e instaurando una tradición poco conocida de éste mi paraíso: el torito turista. A lo largo de los años, otros toritos, no muchos, han optado por tomar las de Villadiego, pasar del festejo y pasear por tan maravilloso lugar. La nómina es, pese a lo que muchos piensan, bien extensa. En estas líneas trataré de recordar a un par de ellos, quizás los más famosos.

Que un servidor recuerde, seguro que hubo muchos más antes, uno de los más furiosos fue aquel que, estando la plaza de toros montada en lo que hoy día es el campo de futbol de hierba artificial, decidió que le interesaba más la puerta de salida que la del toril, rompiéndola y saliendo a la pradera del hospital, quizá buscando la sombra de los preciosos olmos que aún subsistían allí. Ni que decir tiene que los veraneantes que descansaban en aquella umbría no compartieron las ansias de diversión del animalito, poniendo pies en polvorosa.

Sin embargo, hablando de ansias de diversión, la palma se la llevaron aquellos que cruzaron un toro charolés con una vaca brava. El resultado fue Topete, bestia corrupia de inmensa talla a quien no había valla o muro que retuviera. Una de esas veces, cansado el torito del redil, decidió darse un paseo por el Real Sitio, recorrer la bella plaza y la barroca calle de la Reina, obligando a que todo vecino, cristiano o no, buscara el refugio de la parroquia, dejando a mi abuela María asombrada de tan piadoso arranque de fe.

Tampoco me puedo olvidar de aquel enorme cabestro que, cansado del reiterativo camino hacia el coso, se dio una vuelta por la plaza de los Dolores y recetó una semana homónima en el hospital a mi querido y añorado amigo, Jesús Cuesta.

Mas, de todos los toritos turistas, ninguno tan famoso como aquel que vino a participar en el primer encierro organizado por la Asociación Taurina del Real Sitio. Si no me equivoco, fue en 1991. El torito decidió durante el desencajonamiento que las siete y media de la mañana era una hora tan buena como otra cualquiera para darse un paseo por el Real Sitio. Saltó del camión y puso pies en polvorosa con las talanqueras aún abiertas.

Decidido a conocer a los lugareños, según me contaron aquellos que lo vieron, se presentó en primer lugar a un japonés, turista como él, que salía del cajero automático de la extinta Caja de Ahorros. En el evidente choque cultural salió perdiendo el japonés que, a buen seguro, no habrá vuelto a entrar en un cajero español en tan intempestiva hora. No estoy seguro de que alguien llegara a explicar a aquel pobre hombre que no es costumbre española eso de soltar toros por la calle antes del desayuno y sin avisar.

Siguió el torito por la calle infantes, junto al actual parador, buscando amigos, vecinos o no, en el Real Sitio. Por allí bajaban un par de peñistas con esa sonrisa absurda que conllevan los efluvios del alcohol. Sorprendidos, discutieron de la enorme influencia del citado derivado del carbono en su cerebro que les provocaba visiones torunas. La embestida del morlaco contra el coche que los separaba obligó a éstos a parapetarse, olvidando todo postulado metafísico.

Dado que no había congeniado con aquellos, buscó el torito a otro pobre peñista que, abatido por el cansancio, dormitaba sobre un banco frente al restaurante La Fragua. Olisqueaba el torito al inmóvil mozo hasta que un atento colega le despertó de un grito, quizás buscando que entablasen algún tipo de relación que a un servidor se le escapa.

Finalmente, después de presentarse al dormilón del banco, llego el torito turista al Medio Punto. Seguramente embriagado por la espectacular vista del Palacio Real y las frondas que lo rodean, quedó inmóvil junto a las cadenas que impiden el paso de vehículos, frente al cuartel de la Guardia Civil. De allí salió uno de los agentes, alertado por algún vecino. Ametralladora en mano, se plantó frente al torito, descargando el arma sobre él. Terminado el cargador, comprobó estupefacto el agente que el bicho seguía en pie, con cara de desgana ante el ruido que perturbaba la magnífica vista. Mientras los transeúntes alababan la fortaleza del animalito y discutían acerca de la inmortalidad, el guardia civil retornó al cuartel para coger un arma que no estuviera cargado con balas de fogueo. Esta vez, con un cetme reglamentario y pertrechado correctamente, acabó con el tour de aquel torito, el más famoso de cuantos hayan recorrido las calles del Real Sitio. Algunos cuentan que la primera de las balas que atravesó al torito salió despedida hasta alojarse en uno de los tapices de palacio, habiendo roto previamente parte de un ventanal.

En cualquier caso, sea esto último cierto o no, solo espero que la próxima vez, si ha de haberla, el torito no se acerque tanto al Palacio Real. Que tome camino del pinar o, puestos a elegir, se acerque hasta Valsaín. Que allí sí que saben qué hacer con los toritos. Turistas o no, llevan siglos tratando con animales y a eso, como a tantas otras cosas, no hay quién les gane.

Y si no se lo creen, acérquense allí y discútanlo con ellos.

Agosto de 2013.


 

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ENTRE ÁBACOS, PIZARRAS Y PUPITRES DE MADERA

El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Viviendo en el Paraíso, encuentra uno pequeños tesoros con tal frecuencia, que le hacen sorprenderse con demasiada asiduidad. A principios de este año, tuve la suerte de participar en una visita de investigación al Palacio Real con un nutrido grupo interdisciplinar de colegas de la Facultad de Geografía e Historia de la UNED. Durante más de cuatro horas fuimos recorriendo pasillos, buhardillas, almacenes, habitaciones, habitáculos, dormitorios, escaleras, escalinatas, torres, salones… Una inmensidad entristecida por la falta de habitantes, perdido ya su uso como alojamiento, y de visitantes, imposibilitado por la falta secular de recursos. Entre torre y pasillo, explicación y debate, cruzamos una pequeña estancia de orientación difusa para un servidor, un tanto perdido por aquel galimatías laberíntico, que me dejó ciertamente impactado.

Allí, frente a mí, bañado por el cetrino sol de enero, descansaba un aula de primera enseñanza perfectamente conservado: desde los pupitres de madera, seguramente de pino de Valsaín, al majestuoso ábaco, pasando por las pizarras y las estelas educativas. De la España sin autonomías a las variedades de aves insectívoras ibéricas, pasando por una Europa física donde lucían más los Cárpatos, quizás por la lejanía, que los Alpes. Presidida por la mesa del Maestro, el aula conservaba hasta la ferruginosa estufa de leña sobre lecho de cobre. Ante mi cara de asombro, nuestro querido y admirado guía nos explicó que se trataba del aula que en su momento estuvo en la Casa de Oficios, en tiempos de la II República. Aunque la visita continuó y otros rincones palaciegos me asombraron, nada pudo superar, desde aquel momento, el impacto que aquella clase había provocado en mí. Fue salir del Palacio Real y ponerme a trasegar en los archivos, vivos y muertos, buscando el origen de aquella fantasmagórica aula.

En efecto, durante más de una década, la escuela de primera enseñanza de La Granja se ubicó en la Casa de Oficios. Sin embargo, antes experimentó otras direcciones. La más antigua fue una parte indeterminada de las Casas Consistoriales, en el siglo XIX, casi con seguridad, donde estuvo en tiempos la biblioteca pública y hoy reside el juzgado. A principios del siglo XX, la enseñanza pública -que en el Real Sitio siempre hubo espacio para la enseñanza privada- se trasladó a la esquina de la Calle del Padre Claret. Allí ejercieron como Maestros Doña Carmen Arriaga, familia de mi querida amiga, la Dra. Rosa Almoguera, y José Costa, cuyo nombre preside una de las calles de aquellas escuelas, justo donde nació el que suscribe hace muy pocos años. Más tarde, se trasladó la educación a la Casa de Oficios. Allí enseñaban, educaban y repasaban a los estudiantes D. Raimundo, D. José Esteban -hermano que fue de Severiano Esteban, teniente de la Guardia Civil y Alcalde del Real Sitio al acabar la Guerra Civil-, D. Cesáreo y D. Antonio García Aragoneses, quien cometió el error de casarse con una chica del Real Sitio, pasando, desde entonces, a llamarse D. Antonio "Redondín".

De la Casa de Oficios se pasó a las nuevas escuelas de la plaza del Matadero a mediados de los años cuarenta. Allí, con el paso del tiempo, hasta este humilde Cronista hubo de cumplir con los años de formación básica. Entre la dulzura de Dª. Fuencisla y Dª. Celes, la seriedad de Dª. Rosario y Dª. Valen, la socarronería de D. Tiburcio y los pescozones de D. Alberto, transcurrieron mis primeros años de instrucción. Años de pupitres de madera, estufas de leña y Maestros de nombres míticos: Priscilo, Elicio, Tiburcio, Romualdo… En los años ochenta, tras décadas de esfuerzo municipal, el Alcalde Luis Erik Clavería consiguió inaugurar un nuevo complejo educativo, el CEIP Agapito Marazuela, donde ya no tuvieron cabida los pupitres de pino, tornados en mesas metálicas funcionales acompañadas de ordenadores de educación impersonal.

Quizás porque allí estudian ahora mis hijos, pensé que mi padre, su abuelo, y todos los que en aquellos pupitres de madera alguna vez sentaron su ignorancia frente a un heroico maestro de la enseñanza pública, querrían recordar esos años de rodillas despellejadas y reglas de pino; mostrar a sus nietos en qué modo todo pasa y todo sigue igual.

Con la ayuda del Excmo. Ayuntamiento, la comprensión e incondicional colaboración de Patrimonio Nacional, de su Presidente y su Consejera Gerente, de la UNED y la colaboración desinteresada de los trabajadores municipales y los miembros del CIGCE, el próximo día 6 de agosto expondremos el aula en la Casa de la Cultura, frente a las viejas escuelas de la Plaza del Matadero, con el deseo de que cuantos puedan, vayan a visitar este retazo congelado de la historia mínima del Real Sitio.

A menudo lo mínimo, en verdad, resulta ser inmenso.

Agosto de 2013.


 

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DON JUAN EN EL PARAÍSO


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que el otro día me recordaba el Señor Alcalde la efeméride de este jueves, 20 de junio de 2013, al cumplirse el centenario del nacimiento de Don Juan de Borbón y Battenberg, y me preguntaba por la importancia y trascendencia del personaje histórico. Un sevidor, que en su papel de Cronista no se siente en la obligación de juzgar sino de contar y, sobre todo, recordar y hacer reflexionar a los demás, se puso a rememorar acerca de la figura de aquel regio personaje y su relación con el paraíso en el que tiene la suerte de vivir.

Como no soy dado al juicio y menos al prejuicio, empecé por recordar los puntos tangenciales de mi memoria y el personaje histórico. Y no resulta complicado. Viviendo en un Real Sitio donde, sin necesidad de ser monárquico, se vive envuelto en la liturgia de la monarquía, aunque no se tenga idea de ello. Andamos rodeados de Reales Palacios, Jardines, Bosques; Reales Casas de Infantes, de Oficios; Reales Colegiatas, Cofradías, Archicofradías y Hermandades; Reales caballerizas, Campos de Polo, Campos de Golf y de Lawn Tennis; Reales Fábricas de Cristales, Aserraderos, Enfermerías Reales y cuarteles de Guardias Reales por doquier.

No era de extrañar, por tanto, que también hubiera nacido algún que otro Real Infante. Y, aunque no fue ni el único ni el primero (Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, nació en el palacio de Valsaín en 1566; Jaime, en 1909, y Beatriz, en 1914), sí fue Don Juan, probablemente, el único que lo llevó a gala toda su vida. Gato, como un servidor, nació entre el verano y la primavera del Real Sitio, que no es decir poco. Aún recuerdo las fotografías que amablemente cedió la familia Comyn para la exposición del Bicentenario del Ayuntamiento del Real Sitio, donde se podía apreciar a los médicos esperando el alumbramiento o la habitación utilizada por la nodriza para cuidar y alimentar al infante, destruida por el incendio de 1918. En un maravilloso documento custodiado en el Archivo Histórico Municipal del Real Sitio se pueden leer los honores dispensados al nuevo infante y las instrucciones que dio su padre, el rey Alfonso XIII, para tan extraordinaria ocasión.

Con el paso de los años, acostumbró el Real infante, junto con sus hermanos, a pasar las calurosas jornadas veraniegas en el Real Sitio. Siempre que pienso en ello, recuerdo una hermosa fotografía de Alfonso XIII con el infante Don Juan sentado en uno de esos altos ventanales del patio de carruajes, donde no nos permitían poner los guardas ni un pie. Justo en aquella época en que Sorolla pasó aquí unos días, añadiendo el albor de mi paraíso a la luz imperecedera de sus obras maestras. Ya siendo adolescente, recaló un par de veces, convaleciente éste del incendio devastador, como atestiguan un par de fotos suyas practicando remo y pesca en el Mar de los Jardines.

Para su desgracia, guerra civil y dictadura le mantuvieron alejado del paraíso y, a decir de mi querido amigo Félix Montes, contrariado al comprobar que se usaba el Real Sitio para celebraciones ajenas a la monarquía, quizás por ello ahí organizadas. No sería hasta la llegada de la democracia que pudo regresar tranquilamente al lugar que le vio nacer. Desde aquel momento, fácil era encontrárselo de paseo por la calle de Valsaín, camino de la fuente de los Baños de Diana, donde no pocas travesuras hubo de realizar en compañía de sus hermanos para sufrimiento de los guardas del Real Jardín.

Una de esas veces coincidí con él; yo, en pantalón corto y rodillas despellejadas de perseguir ardillas y saltar sobre las esfinges; él, de traje impoluto y voz rota de tanto fumar. Un pescozón, una sonrisa y todos a correr, pensando mis compinches quién sería aquel señor tan bien acompañado.

Me resultó un poco frustrante que, tras conocer su muerte, lo trasladaran al panteón de reyes del Escorial. Uno, que se dedica a la Historia, comprende las razones políticas que condujeron su cuerpo a tan lúgubre y gélido lugar, apartado de la luz y el conocimiento. Que cada vez que lo recorro con mis alumnos me pasmo del disgusto ante tan pétreo y ornado nicho. Siempre me toca explicarles quién fue ese Juan III de letras fantasmagóricas que no aparece en los libros de texto.

Si hubieran tenido en cuenta la lógica y lo hubiesen traído a su pueblo, no habría sido necesaria tanta explicación. Aquí hay un Paseo de Don Juan de Borbón; una placa en la sala capitular del Ayuntamiento y un busto a la entrada de la misma; una placa en la Real Fábrica de Cristales y busto y placa en las estancias del Palacio Real. Estamos tan acostumbrados a oír su nombre que no usamos ni siquiera el apellido, hasta el punto de que José Zorrilla ha pensado en querellarse por los derechos de autor y el Señor Alcalde se ha puesto a temblar. Que no está el horno para bollos, oiga.

Yo, que cada vez que como en casa de mi señora suegra lo hago frente a la fotografía de Don Juan y mi suegro, me pregunto si no hubiera preferido él estar cerca de sus queridos jardines de la infancia. Junto a su tía abuela, mirando el corro y el ir y venir de los turistas. Sentado en pétrea silla, con la fuente de la Fama al fondo y sin necesidad de que profesor alguno tuviera que explicar quién es aquel señor de piedra que mira fijamente y sonríe de forma enigmática.

Al fin y al cabo, lo que todos deseamos, él incluido, al terminar el trabajo, es regresar a casa. Estoy seguro de que, a pesar del retraso, sería, una vez más, bien recibido.

Agosto de 2013.


 

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LOS ÁRBOLES DEL REAL SITIO.


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que el otro día tuve la suerte de compartir banco en la pradera y conversación con mi querido amigo Luis Sanjuán, que trabaja desde hace unos cuantos años, lustros diría yo, en el Centro de Montes de Valsaín. Y es que ando yo preocupado por todo este revuelo que ha montado la declaración de la sierra como Parque Nacional. Especialmente me intriga la figura que finalmente recibirá mi querido pinar de Valsaín, auténtico paraíso en la tierra. Luis me confirmó que, si bien no formará parte directamente del Parque Nacional, será un anejo de éste, espacio singular de protección especial, debido a la especial idiosincrasia de los usos tradicionales a que está sometido, incompatibles con la figura del Parque Nacional.

Un servidor, que no es nada suspicaz, se pregunta qué ocurrirá a partir de este momento con los usos tradicionales no recogidos en la letra pequeña. ¿Hasta qué punto podremos caminar libremente por los senderos del pinar? ¿Habrá zonas de exclusión, como ocurre en los Parques Nacionales de las Islas Canarias? ¿Montaremos a caballo entre los pinos? ¿Nos dejarán correr tras las mariposas? ¿Podremos seguir cogiendo setas?

Espero que esto último no corra el camino de la caza, pues, no sé qué haríamos mi querida amiga Mariángeles y el que suscribe sin poder llevarnos al coleto unos pocos hongos, setas de caña, níscalos, setas de los caballeros y tantas otras que no quiero decir ni señalar, para no atraer demasiados moscones. ¿Qué sería de mí sin las croquetas de boletus de Perico? Desde luego, me niego a renunciar al carpacio de hongos de Don Javier Herrero, en La Fragua, o a las virguerías que con ellos hace Ana, en el Hotel Roma, Zaca o, por supuesto, La Hilaria.

Y aunque siento verdadera preocupación en este aspecto, he de reconocer que, mientras me hablaba Luis sobre la protección que recibirá el pinar, no dejaba yo de pensar que, por fin, podré abandonar la desazón que me producen los maravillosos árboles que pueblan el Real Sitio. Que he visto caer tantos y tantos queridos amigos en estos años que hemos compartido, que me cuesta hablar de ellos un potosí.

Desde aquellos imponentes olmos a los que trepaba en mi niñez, en la Pradera del Hospital, al precioso castaño de indias inclinado de la Puerta del Horno. Aquellos fueron víctimas de la maldita grafiosis, que nos robó la sombra impenetrable; éste último, talado en aras del urbanismo moderno y sin corazón. Aquel que lo cortó tenía que haber visto a todos los chiquillos del Real Sitio, colgando los pies de su gruesa rama. Estoy seguro de que habría llorado como el doncel del romance del conde Olinos.

¿Quién no se acuerda del pinsapo que tumbó la tormenta de aire o del haya que sucumbió lacerando la imponente secoya? Qué decir de la hermosa obra de jardinería de las calles del Real Sitio, las acacias injertadas para cerrar sus copas en bola, o de los abetos de los jardincillos, hoy reducidos a meros floreros, sin paisanos bajo su sombra ni golfillos colgados de sus brazos. Aún me acuerdo de aquella rama del gran cedro del parterre de Andrómeda donde se sentaban las chicas y las mecíamos, mientras nuestros ojos se encontraban, sobrando las palabras y estirándose los segundos a milenios. Y la extraña araucaria de cenador de Alfonso XIII, de aspecto marciano, o la sóphora japónica, mamut en miniatura que custodia la gran secoya, a quien siempre hemos llamado La Reina, por cierto, por mucho que se empeñen en cambiar su nombre guías oficiales y apócrifas, bajo cuyas amplias ramas descansaron los regulares del quinto tabor de Melilla al terminar la batalla de La Granja.

Del mítico ginkgo a los monumentales cedros del Líbano, felices de no estar cerca de un puerto, o las magnolias imperecederas, inspiradoras de plúmbeos esmaltes vidrieros; las hayas rojas que abrasan con su color la fuente de las ranas y aquel cedro taladrado por un rayo salvaje; del tilo medicinal de la fuente de la mimbrera al Paraguas del Mar o el desaparecido Gurugú; todos ellos fueron y son protegidos por Patrimonio Nacional, cuidados por sus maravillosos jardineros y estudiados por mi buen amigo Juan Fernando, han de servir de inspiración en esta nueva etapa del paraíso en la tierra. Que, si bien las montañas son un espectáculo y su efecto meteorológico es la esencia de nuestro maravilloso clima serrano, son los árboles que las pueblan el verdadero Parque Nacional.

El pasado domingo, con mi incansable amigo, el Sr. Bellette, recorría una pista perdida mas allá de la fuente de la Chorranca, cerca del Raso del Pino y nos dimos de bruces con un colosal pino. "Esto no es un pino, amigo", dije al Sr. Bellette, "esto es Valsaín". Espero que esos cuarenta metros enhiestos entre marrón y naranja y con un plumazo de verde en todo lo alto me sigan acompañando en mi transitar por este valle glorioso de San Alifonso, como decía aquella crónica del rey justiciero, ya que de justicia es proteger este vergel. Y responsabilidad generacional.

Agosto de 2013.


 

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LAS SEMILLAS DEL GENERAL.


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Andaba un servidor, hace unos meses, compartiendo conversación y comida con el Profesor Doctor Diego Navarro Bonilla, de la Universidad Carlos III de Madrid. Estábamos en el Casino Militar, en la calle Gran Vía, número 13, segunda planta, comedor. Imponente edificio, por cierto, inaugurado por Alfonso XIII a principios del siglo XX al más puro estilo de los clubs británicos. En esas estábamos, disfrutando del edificio, cuando se nos aproximó un camarero. Mi amigo, frugal de un tiempo a esta parte, optó por una ensaladita. Uno, que se deleita con la comida aunque sea en porciones minúsculas, estaba un tanto indeciso. "Déjeme que le haga una propuesta que no podrá rechazar", me dijo el camarero. Como soy veterano de muchas batallas gastronómicas, acepté el desafío con cierta desconfianza. "Tenemos hoy unos judiones de La Granja que son excepcionales…" "Eso no se lo cree Vd.", le atajé entre las risas de mi colega. "¿El qué, señor?" "Que los judiones sean de La Granja". "Le aseguro señor que todo lo que aquí servimos…" "No insistas, muchacho", le interrumpió Diego Navarro; "Este señor es de La Granja". Mutis por el foro y ensaladita al canto.

De regreso al Paraíso, iba yo pensando en lo difícil que resulta comer judiones de La Granja fuera del Real Sitio, tema central de la conversación que sostuve con mi amigo Diego Navarro, además de los consabidos asuntos académicos, investigaciones, guerras y espías. Con la mosca detrás de la oreja, decidí recorrer los inmensos archivos orales que custodian mis vecinos de mayor edad, verdadero tesoro para un historiador del presente y fuente básica de un Cronista que se precie de serlo.

En el bar La Media Luna me contó Joaquín lo complicado que es obtener buenos judiones. Me explicó que la media está en los doscientos gramos por vara de judías. Haciendo cuentas, me salen cien varas para veinte kilogramos. Mil varas para doscientos. Y me quedé intrigado. Teniendo en cuenta todos aquellos lugares donde venden supuestamente judías de La Granja en todo el territorio patrio, más las que nos comemos en la bendita judiada de las fiestas patronales y las que un servidor sentencia de vez en cuando, deberíamos tener plantado el jardín del palacio, el pinar y la mitad del Parque Nacional. Es cierto que mi querido amigo Tomasele y su cuñado levantan un erizado bosque de varas en la parcela de mi añorado amigo Tomas Serrano, pero esos miles de kilogramos ofertados…

Y es que cada vez resulta más difícil encontrar judiones. Los jóvenes no parece que quieran seguir con la tradición. Y los sabios vecinos se nos agostan y acaban. Que cultivar judías no es sólo poner la vara: hay que preparar la tierra, las varas y las semillas; plantar las judías; mimarlas para que sigan la vara, sujetarlas y cuidar que aire, granizo o lluvia no las despanzurren; y regarlas a diario. En total, cientos de horas de espinazo doblado, sol en la nuca, garganta seca y rezos para que no venga el maldito hielo a la alborada que seque las plantas.

El otro día estaba frente a la piscina de mi urbanización, con mis preciosos hijos, tratando de mirar las huertas que lindan, por ver los frutos del verano. Que, como a los hobbits de Tolkien, a nosotros nos gustan las cosas que crecen en la tierra. Para nuestra sorpresa, la más grande de las huertas estaba inculta. Donde el año pasado había tomates, lechugas, pimientos, lombardas, puerros, acelgas, rábanos, sandías, melones y, por supuesto, un par de cientos de varas de judías, ahora campea la horrenda maleza en triste metáfora de nuestra España.

Al día siguiente me fui a ver a mi tío Nano, que está al tanto de todas estas cosas, de las importantes, quiero decir. De las personas. Resulta que aquella parcela la trabajaba Félix Arévalo Peña, al que todos llamaban "El General". Y su mujer, "Titi". Y sus hijos. Y los vecinos. Me contó mi tío, emocionado, las buenas manos que "El General" tenía para la tierra. De grandes y orondas judías se llenaban sus varas. Y no era huraño como alguno que se me viene ahora a la mente. Compartía el fruto de la tierra. Enseñaba el modo de domeñarla. De exprimir el terruño. Y regalaba las semillas a quien quisiera plantarlas. Eso también me lo aseguró Joaquín. Y Tomasele. Y todos sus vecinos.

También me contó mi tío que "El General" había fallecido hace unos meses. De ahí lo inculto de la parcela. Y un servidor, que no suele ser pesimista, se quedó pensando en quién repartirá las semillas en este Real Sitio para que sigan creciendo furiosas las judías, tratando de alcanzar el sol, dejando tras de sí esos preciados y adorados collares de perlas que tanto me apasionan.

La semana pasada me encontré a Natalia Gala en la casa de todos. Me comentó que formaba parte de un equipo de trabajo creado por el Excmo. Ayuntamiento con el objetivo de investigar el judión, ponerlo en valor, promocionar su producción y luchar por la ansiada denominación de origen. Hablamos durante unos minutos con entusiasmo del judión y, cuando se fue, no pude borrar la sonrisa de mi cara. Aún no se lo he podido contar a mi tío. Seguro que critica, me dedica un exabrupto y, al final, sonríe.

Después de todo, tío, sí habrá alguien que recoja las semillas del General.

Agosto de 2013.


 

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MUJERES DE UN REAL SITIO.


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que el otro día me remitía un artículo el profesor de la Georgia Southern University, doctor Jorge Suazo, colega y amigo, publicado recientemente en el diario El País acerca de las escritoras españolas y su presencia en los manuales de historia de la literatura española. El artículo en cuestión, escrito por Carlos Arroyo, basado en una investigación de la investigadora de la Universidad de Valencia, Ana López Navajas, concluía con una verdad escalofriante: sólo el 7,5% de los manuales de literatura entre 1º y 4º de la ESO cita escritoras españolas. Es decir, los alumnos españoles crecen sin conocer la creatividad literaria del 51% de la población; desde María de Zallas hasta Almudena Grandes, pasando por Rosalía de Castro, María Zambrano, la gran Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Carmen Laforet, Rosa Montero o Elvira Lindo, por citar una pequeña muestra, son sistemáticamente silenciadas por nuestro sistema educativo.

Entre el estupor y la incredulidad, cansado de soportar la constante ignominia de la violencia machista patria imperecedera, me levanté ayer pensando en ello y me encontré con la noticia de la muestra de artesanía de la mujer rural que se organiza cada año en Segovia. Fue entonces que reflexioné acerca de las mujeres y su papel en el paradisiaco microcosmos en el que tengo la suerte de vivir.

En efecto, preso de la catarsis inducida por el artículo, he comprendido que siempre asociamos la mujer con algo masculino, con un marido, con un hermano, con un hombre. Que no somos libres de comprender la importancia de las mujeres más allá del círculo familiar, como si de matronas romanas se tratase. Y en ese sentido, en mi eterno papel de viajero anclado en tierra, he recorrido mi pasado en femenino.

Desde la señora Paula que me vio nacer hasta María, mi actual médico de cabecera, este Real Sitio ha sido siempre patrimonio de las mujeres, ocultas bajo esa pátina costumbrista y deleznable que genera el paternalismo machista: a primera hora, la señora Josefa me daba la fruta por encargo de mi santa madre; la carne era menester de Fuencis, la voz cantante de la carnicería, por mucho que su hermano se empeñara en destacar; la leche de la señora Pepa, fresca del día, servía para que mi madre hiciera unos bollos de infarto; Juli me vendía los pollos, al igual que Cristina hace hoy día; la señora Joaquina nos vendía el pan en la plaza y Lola y Emiliana nos daban sellos, sobres, postales y el tabaco si éramos mayores y nos conocían; las alpargatas de Pauli refrescaban mis pies en verano y, si sudabas demasiado, el desodorante lo comprabas a Transi o a Julita Capa. Las hermanas Budia me vendían el diario deportivo, grande y en blanco y negro, y algún que otro libro que aún conservo.

En el colegio, recibí educación, por orden cronológico, de Fuencisla, Celes, Isabel, Valen, Rosario, Pilar; todas ellas con el Doña delante. Cuando mi padre se animaba, salíamos y nos recibía en su bar Celia, más conocido el establecimiento por su nombre que por el del propio bar. Azu, Patricia, Conchi, entre otras, hacen lo propio ahora.

Si queríamos deleitarnos con unos judiones, la señora Engracia se encargaba de ello, como bien sabía el añorado Alcalde Clavería, o Loli con el asado; qué sería de casa Zaca sin las recetas de Antonia o el Bar Madrid sin los talentos y manitas que hacía Lola.

Si uno iba al Ayuntamiento, desde las tradicionales Pilar, Rosamari y Rosaura, a Teresa, Olga, Henar, María Jesús, Begoña… hasta nuestra única Alcaldesa, Blanca Martínez. Y en la delegación de Patrimonio, desde mi querida amiga, Juani, hasta María del Carmen Piedra, no se podría gestionar sin Victoria, Maricarmen, Angelines, Elena, Sonia o Reyes.

En resumidas cuentas, como seguro ocurrirá en todo el país, resulta ciertamente impensable ya no silenciarlas, sino poder concebir una vida sin la mitad de todos. Claro que de todas estas mujeres de mi paraíso, presentes y futuras, habría yo silenciado a una de ellas: Isabel de Farnesio, que se atrevió a llamar desierto al Real Sitio. Podría haber aprendido a amarlo como toda su vida hizo la Chata, infanta del mismo nombre. Como penitencia, descansa en el osario de la Real Colegiata. No como la Chata, que goza de los otoños plúmbeos y de las risas de mis hijos corriendo en su derredor.

Estoy seguro de que, aún silenciada por el tiempo, si te acercas, puedes escuchar sus carcajadas, pensando en lo que rabiará la italiana entre cuatro paredes, sometida al escrutinio de miles de turistas.

El tiempo, al final, siempre hace justicia.

Junio de 2013.


 

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LA FUENTE DE ACEITE DEL BARRIO DE CHAMBERÍ.


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que el otro día estaba un servidor en el kiosco de la Pradera del Hospital, disfrutando de este sol tan alarmantemente escaso que se está gastando la primavera inverniza, cuando se sentó a mi lado el señor Miguel Cantalejo. Entre vino y aceituna, risa y palabra, me contó que durante una parte de sus casi 90 años vivió en aquel barrio del Real Sitio, cumpliendo allí, más o menos, la década de los cincuenta del siglo pasado. Le gustaba aquel barrio: a las afueras, pocas casas y hasta tres tascas de vino con bodega, que tocaban a dos vecinos por barra. Y las inmejorables vistas de la sierra, de la Atalaya y de la Casa de la Mata, del desparecido olmedo del hospital…

A mí, lo que más me ha gustado siempre de ese barrio es su nombre: Chamberí. Y mira que he preguntado a lo largo de mi vida el porqué de su nombre a cuantos he podido. Todos me han respondido lo mismo: se llama como el barrio de Madrid. ¡Toma! ¡Y como el barrio de Segovia! ¿O es que nadie se acuerda de cómo se llamaba el barrio donde están los depósitos y el instituto de la Albuera? Hasta había un bar de dulce recuerdo llamado así.

De modo que hube de trastear archivos para encontrar una lógica al nombre, presente en Madrid, Segovia y el Real Sitio. Los documentos me dijeron hace unos días que, en Madrid, el nombre se debió a los franceses, allá por la Guerra de la Independencia. Al parecer, en esa zona construyeron los invasores un campamento que llamaron como el pueblo del comandante del acuartelamiento: Chambéry. Allí fueron Daoíz y Velarde desde el cuartel de Fuencarral a matar franceses, morir y convertirse en leyenda segoviana imperecedera.

Curiosamente, en la zona de Segovia (acceso desde uno de los caminos de Madrid) y en el Real Sitio (acceso desde la carretera de Francia), también hubo gabachos acantonados, siendo más que evidente el denominador común: o todos eran del mismo pueblo o se tomó por costumbre dar ese nombre a los acuartelamientos franceses.

Sea como fuere, me contaba el señor Miguel que eran más los inconvenientes que las ventajas de vivir en el barrio de Chamberí. La principal dificultad era la ausencia de agua corriente. Para poder asearse tenían que caminar hasta la fuente del Príncipe como poco. Combativo y quisquilloso que fue siempre el señor Miguel Cantalejo, se presentó con unos vecinos ante el alcalde para pedirle una fuente en Chamberí que les permitiese abastecerse de agua sin tanta caminata. El alcalde accedió pero, carente de recursos, le dijo que habría de ser cosa suya la zanja para llevar el agua al barrio.

De modo que, azada, pico y pala en mano, los vecinos de Chamberí hubieron de abrir la zanja reglamentaria, de cincuenta centímetros para evitar la congelación en el invierno, desde allí hasta las Puertas Nuevas, hoy de la Reina, donde poder hacer el empalme con la red de agua. En una semana tuvieron preparada la zanja. Se hizo una guarda de granito para adecentar la nueva fuente con la inscripción correspondiente y se plantó justo donde hoy continúa.

Mas el Ayuntamiento sólo concedió una tubería de media pulgada, me decía el señor Miguel mostrando su dedo meñique. De modo que la fuente manaba un hilito de agua tan miserable que tardaban doce minutos en llenar un balde. Más que fuente de Chamberí, me contaba entre risas, Fuente de Aceite la decían. A la inauguración acudió el Ayuntamiento en pleno, disfrutando de una nueva obra pública y servicio municipal cumplido, ante la atenta mirada de los vecinos del barrio de Chamberí que, para el tiempo que les llevaba la recogida y el esfuerzo que había costado, más hubiera valido que brotase vino. O haber seguido yendo hasta la fuente del Príncipe.

Uno, que no es amante de los paralelismos históricos, me pregunto cuántas zanjas habremos abierto en este país desde entonces para cuántas fuentes de aceite. Que últimamente parece que la medida de la media pulgada es la oficial para todo. Estoy seguro de que Jesús Espinar, gran conocedor de todas las fuentes y manantiales de este paraíso en el que tengo la suerte de vivir, me sabrá indicar el camino hacia la siguiente.

Espero, honestamente, que ésta sí mane un buen vino.

Mayo de 2013.


 

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MACHADO AHORCADO.


Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que, hace algún tiempo, el entonces suegro de mi hermano pequeño, escultor de profesión, recibió encargo del Ayuntamiento de Segovia de realizar una figura de cuerpo entero del inmortal poeta Antonio Machado. Pasado tiempo prudencial, el escultor cumplió con su palabra, lo mismo que el Ayuntamiento, y la figura del honorable poeta desde aquel entonces preside la entrada al teatro Juan Bravo con ese rictus melancólico tan suyo, acomodando la vista en según qué segovianos; sonriendo de vez en cuando a los que acuden al teatro tanto como a los que no. Que el Maestro Machado era un espíritu peculiarmente crítico por naturaleza.

Lo que los segovianos desconocen es que, para crear el broncíneo Machado de la plaza Mayor, el escultor hubo de hacer una réplica en cera. Grande como su clon; roja como la pasión que delicadamente consumía al poeta. Dado que el escultor no contaba con espacio suficiente en su taller para guardar el Machado de cera padre de moldes y bronces perennes, mi hermano se encargó de reubicar la rojiza escultura. Para ello eligió el antiguo almacén de la desparecida fábrica de harinas de la familia. Allí le dio descanso. Junto a la pared del fondo, en la esquina de la derecha según entras. Como no tenía mucha estabilidad por el desgaste de la cera, afianzó el bulto con una soga que, muy eficazmente, sujetó en una antigua tolva de madera.

Fotografía: Eduardo Juárez

Y allí descansa desde entonces. Mi hermano, fruto quizás de la juventud, se olvidó del pequeño detalle de avisar a toda la familia de la presencia de Machado entre los bultos del almacén, hoy garaje. De ahí que mi pobre tío Fernando sufriera de un conato de infarto al ver aquel hombre gigantesco ahorcado junto a su coche, todo rojo de la cogestión que conllevó la asfixia de su suicidio; o que mi pobre hija hubiera de echar a correr como perseguida por Satanás nada más verlo.

En lo que respecta a un servidor, tengo ya por costumbre acercarme todos los días, darle una palmadita en la espalda y susurrar alguna que otra cosa en sus inertes oídos. Por si cambia el gesto, que de un tiempo a esta parte me parece avinagrado. Hace unos meses le comenté parte de las reformas del gobierno y torció un poco más el labio. Creo que se enfadó y no me mira desde entonces. Quizá porque me ofendí un poco, le describí la subida demente de los impuestos a la cultura. Te vas a quedar solo en el teatro, Maestro. No sé si estaré loco, pero aseguraría que sonrió de medio lado cuando se enteró de aquello. Me gustaba más el teatro Cervantes, entendí en su gesto distante. No le dije nada al respecto. Le expliqué ayer la propuesta de reforma educativa y la catalanización de los catalanes nacidos en Extremadura y la insensatez del resto. Abrió un poco la boca, igual para reírse, pero la soga le aprieta bastante y ni siquiera hace gorgoritos.

Quisiera preguntarle mañana acerca de la democracia, si alguna vez él la vio, que yo todavía la busco. Si me decido, lo mismo le aflojo el nudo. No sé si quitárselo. La verdad es que, junto a él, descansa en un banco blanco José Zorrilla. Lleva allí tanto tiempo sentado que no me atrevo a tocar la cuerda del gaznate de Machado. ¿Y si se ofende? Es capaz de sacar el florete del Tenorio y atravesarme. O peor aún. Sentarme a su lado y cantarme alguno de sus poemas épicos, que para épica está uno. Por eso no le cuento nada. Demasiado revolucionario para Don Antonio Machado y un servidor.

Aunque, igual es eso lo que necesita este país, ¿verdad Maestro?

Mayo de 2013.


 

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JOSÉ ZORRILLA, MUTILADO.


Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que el otro día me acerqué a visitar a mi querido amigo ahorcado, el cerúleo Machado rojo de mi garaje. Me sorprendió ver que había perdido el rictus avinagrado del que avisé hace unos meses. Parecía algo risueño, con esa media sonrisa que no invita a sonreír. Conociéndole como le conozco, supe que algo le había pasado a su compañero de fatigas.

Y es que allí, compartiendo polvo, oscuridad y olvido, sacado de una novela de Pío Baroja, reposa el Maestro Don José Zorrilla. A diferencia de Don Antonio Machado, tieso y ahorcado, Zorrilla permanece sentado, mirando fijamente la pared de enfrente cubierta de telarañas. Igual de rojo, pero sentado en un grácil banco blanco. Viste una levita muy elegante, corbatín, bigotón y perilla. Cruza sus piernas y con la mano emplumada, simula un conato de escritura.

Del mismo modo que su compañero de oscuridad, tiene un doble broncíneo en Segovia que reposa en su calle homónima, cerca de aquella capilla del Cristo del Mercado, construida para conmemorar los pogromos dados contra los judíos segovianos por Vicente Ferrer, que tenía muy poco de santo y mucho de converso.

Fue llevado allí por el entonces cuñado de mi hermano pequeño, quien, junto a su padre, habían elaborado la pieza para el Ayuntamiento de Segovia. Terminada ésta, decidieron transportarla de la forma más sencilla: el banco en el furgón; Don José Zorrilla, acomodado en el asiento del copiloto. Que no se debe perder el respeto a los respetables, aunque estén tiesos y sean de bronce.

Y como la máxima del maldito Murphy se cumple inexorablemente, en el camino hacia Segovia les detuvo la Guardia Civil en un control rutinario. Y les pidió los papeles del coche, del conductor, el permiso de circulación… Todo está en regla, dijo el agente, pero tengo que multarle. Su amigo, el de la perilla, no lleva puesto el cinturón.

Allí, por tanto, descansa multado desde entonces, disfrutando del bullicio comercial un tanto deprimido de su calle. Desde señoras a por el pan a muchachos fugados del cercano Instituto de Bachillerato Andrés Laguna, pasando por aventureros matutinos en busca de unos buenos churros, el Maestro Zorrilla goza de una eterna distracción. Y es motivo éste de enfrentamiento y cotidiano enfado con Don Antonio Machado, quien fue colocado en la plaza junto a un teatro. Él, el gran poeta; él, el profesor. En Soria me pusieron junto al Instituto donde impartía docencia, suele quejarse, a lo que contesta Zorrilla, con sonrisa resquebrajada, en Soria estás en todas partes. Sí, pero, al menos, tú estás en tu calle; ¿dónde estoy yo? En ese punto suelo mediar: su calle, Maestro, es pequeña, revirada, estrecha y sin aceras; como un poema de Baudelaire.

Por tanto, cuando el otro día vi a Machado medio contento, miré fijamente a Zorrilla. Se le había desprendido una mano. Y no una mano cualquiera. No se le había caído aquella con la que se atusa el mostacho o se acicala la barbita. Sobre el blanco poyete reposaba la mano izquierda con el Tenorio. Comprendí su monumental enfado. ¿Qué le queda a uno cuando ya ni sujetar su honra puede?

Iguales estamos, Antonio. Tú, ahorcado; yo, manco. El nudo no te deja declamar y mi mano ya no me permite escribir. La verdad fue que sentí cierta lástima por ellos. Arrinconados e impedidos, faros apagados de la cultura española. E inmediatamente me acordé del Ministro Wert, de este gobierno asfixiante y de nuestra denostada España, poblada de autómatas ensordecidos por este individualismo que nos mata. ¿Qué mejor escenario para mis queridos amigos? Sin apoyo, sin ayudas, sin recursos, sin futuro. Con la juventud ausente y la vejez colapsada.

Yo, por mi parte, no perderé la esperanza. Aflojaré el gaznate de Don Antonio Machado y trataré de pegar la mano de la honra a Don José Zorrilla. Quizás con estas pequeñas cosas despierte a los gigantes, pues, al fin y al cabo, de eso se trata.

Mayo de 2013.


 

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DE CALLES Y ALCALDES.


El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que el otro día andaba uno vagando por las calles del Real Sitio, entre la plaza de los Dolores y la de la Cebada, cuando, sin saber bien porqué, me detuve justo ante el cartel de la calle Carral. Mientras leía la explicación de lo que un carral es ?sacada del diccionario de la Real Academia de la Lengua?, una sonrisa me hizo aguardar allí unos instantes, reflexionando sobre una de las muchas peculiaridades que este Real Sitio tiene.

Hace algunos años, por encargo del entonces recién elegido alcalde, José Luis Vázquez, hube de rastrear toda la documentación existente sobre el municipio en el Archivo General de Palacio. Allí encontré una carta, datada a principios del siglo XX, donde el consistorio suplicaba permiso para imponer el nombre del rey, Alfonso XIII, a una de las calles del Real Sitio. La sorpresa me invadió al constatar lo que uno siempre había oído: que el pueblo era gobernado por el municipio perteneciendo a la corona, paradoja provocada por la instalación de un consistorio en una posesión del rey. Esta peculiaridad impedía a los vecinos, entre muchas otras cosas, dedicar las calles a aquellos hombres o mujeres de relevancia en la historia del Real Sitio.

Y, además, había influido en la existencia de un callejero tan peculiar. Caí en la cuenta de que, si no me equivocaba, ninguna cartela recogía el nombre de alcalde alguno del Real Sitio en casi trescientos años de historia, lo que no era aplicable a los reyes y reinas. Desde Felipe V a Carlos III, pasando por Fernando VI, Alfonso XIII, Alfonso XII, Isabel de Farnesio, Isabel de Borbón y hasta Juan de Borbón, padre del actual monarca, forman o han formado parte de la dirección de los habitantes del Real Sitio a lo largo de estos años.

Y no será porque no ha habido alcaldes significativos y significados en este pintoresco municipio: empezando por el primero, un gabacho, de nombre Pier Marie, capitán de los ejércitos napoleónicos del rey José I Bonaparte, que tuvo el coraje de nombrar él mismo a los primeros concejales en el salón de su residencia particular y de castigar al panadero por servir mendrugos a los guerrilleros que poblaban los caminos; o Joaquín Ajero, primer alcalde español; o el médico Joaquín Trillo, alcalde durante el incendio del palacio en 1918 y fusilado en agosto de 1936. Por su larga presencia al frente del consistorio, Antonio Armengol Pastor y, sobre todo, Félix Montes Jort, primer senador nacido en el Real Sitio, de significada sabiduría madridista. Qué decir de Blanca Martínez, única mujer entre más de ciento diez regidores y, por supuesto, del añorado Luis Erik Clavería Soria, primer alcalde elegido democráticamente tras el fin de la dictadura.

Ahora bien, esa apabullante superioridad monárquica en el callejero había sido plasmada de una forma sorprendente. Si bien la calle más significativa del barrio bajo es conocida como calle de la Reina y la calle del Rey la primera del barrio alto, nunca quedaron asociadas a monarca alguno. Uno no sabe muy porqué, pero los nombres de los reyes quedaron asociados a los callejones tras la iglesia del Rosario, ejemplarizado en el pobre Carlos III: después de ordenar y urbanizar el barrio bajo, sus habitantes, agradecidos, le dedicaron una calleja de apenas veinticinco metros. A Alfonso XIII no le fue mejor: nunca pudo librarse del comúnmente conocido "La Valenciana" entre los vecinos, al punto de sorprenderse muchos cuando comprobaban que no era eso lo que figuraba en el cartel. Sin embargo, el peor parado, a mi parecer, fue Fernando VI, relegado a una plazuela con fuente en las afueras, más allá de la Real Fábrica de Cristales. Una de esas fuentes que no me recomendaba mi padre, dada la relación entre sus aguas y el retrete.

Aún así, el encierro regio en los callejones nunca me satisfizo como habitante del Real Sitio y la falta de alcaldes en el callejero me parecía y me sigue pareciendo alarmante. Afortunadamente, hace poco, Carmen Carral, desde Londres, me hizo caer en la cuenta de que ese Carral que describía el cartel no era, después de todo, una barrica de vino, sino el apellido de su tatarabuelo Antonio, oficial del ejército español y alcalde entre 1845 y 1846.

Dejé de sonreír y reanudé mi periplo sin rumbo por las calles de mi paraíso, prometiéndome dar la murga con ello al señor alcalde, a ver si consigo un par de carteles más, mientras me perdía entre las callejuelas regias, hasta llegar a la única de todas las que existen en el Real Sitio que te hace sentir a gusto. Pequeña y umbría, de escasos cuarenta metros, pero de nombre enorme: libertad. Su cartel ajado y descolorido ha sido completado no hace mucho con una sentencia apoteósica: "viva la gente de la calle de la Libertad".

Amén.

Mayo de 2013.


 

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EL CRISTO DE LOS ALIJARES.

El Adelantado de Segovia - Tribuna.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que andaba un servidor el otro día acompañando a unos amigos de paseo por el Real Sitio de modo que nuestro caminar nos llevó a la iglesia parroquial del Nuestra Sra. del Rosario. Y, mientras mis amigos recorrían la iglesia y observaban sus tesoros, quedé yo por unos segundos mirando al Cristo de los Alijares, que ahí descansa en jornadas anuales de Viernes Santo a Viernes Santo desde hace ya tiempo.

Allí, en silencio, apoyado en un banco, intenté recordar el pasado de esa imagen, por cuya historia hube de escuchar hace unos días la reprimenda de mi querido amigo Juan a colación de un artículo publicado en este centenario diario. Con razón se quejaba Juan de mi discurso, pues no dejaba claro cuándo se había unido al Santo Entierro el citado paso. Y no fue el único: de Rufino y su hijo Sergio, en el bar la Media Luna, a Pepo Rodríguez Terrones, el colchonero más educado del Real Sitio, pasando por Ángel Bellette, padre de mi querido amigo y compañero en el peregrinar, Juan Bellette; el padre de mi colega Jaime Hervás e incluso Juan Carlos Matesanz, concejal del PP, quien me recordó que el Cristo del Perdón abandonó la citada procesión a principios del XIX por ser un Cristo resucitado, no procediendo su presencia en el Santo Entierro. Razón ésta más lógica que la estrictamente cultural, por mucho que nos pese a Tito y al que suscribe.

No sé si fue la bronca generalizada de penitentes y cofrades o las risas que a mi costa gastó el señor Javier Herrero, que me decidí a indagar algo más sobre aquella imagen que tan curioso quebradero de cabeza me había provocado. Y, sinceramente, no era para menos. El Cristo de los Alijares fue comprado gracias a una suscripción popular entre los vecinos que vivían en el barrio conocido como los Alijares, esto es, las casas construidas fuera de la cerca que rodea el Real Sitio. Barrio sorprendente éste, por cierto, por el que hubo de litigar el Ayuntamiento de San Ildefonso a finales del siglo XIX, dado que el alcalde de Segovia estaba seguro de que sus competencias llegaban hasta el mismísimo muro del Real Sitio. No fue hasta 1876, con el decreto de términos municipales, que los habitantes de tal zona pudieron ser considerados de facto granjeños o ildefonsinos; o, a decir de aquel perro que tuvo el conde de Álbiz, toribios.

Sea como fuere, la colecta fue realizada por los vecinos en el año de 1948, comprada la imagen al año siguiente y sacada en procesión, por primera vez, en 1950. Eso sí -y aquí radicaba el enfado de Juan?, en la procesión de la Exaltación de la Cruz, es decir, el 14 de septiembre.

Sin embargo, ya en los años ochenta del siglo pasado, las fiestas del barrio de los Alijares, quizás por la cercanía con las fiestas de San Luis y de Valsaín, cayeron en cierto desuso, hastiada la concurrencia de tanta celebración. Según me comentaba Juan, fue entonces, hacia el año de 1985, que se tomó la decisión de que el Cristo de los Alijares participara en la procesión del Viernes Santo, evitando así que su olvido en la parroquia se uniera al olvido de las fiestas del barrio, perdiendo con el tiempo los cofrades la titularidad de la imagen.

Así que, tras abandonar con mis acompañantes la parroquia camino de mi amada Real Fábrica de Cristales, me prometí poner más cuidado en letras, puntos y comas, utilizando los puntos suspensivos en próximas ocasiones. No quiero quedarme otra vez con la muleta baja y al descubierto, que no hay puyazo que pueda con estos Miuras.

Abril de 2013.


 

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LA PROCESIÓN DEL SANTO ENTIERRO EN EL REAL SITIO.

El Adelantado de Segovia - Opinión.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que, hace un año, el entonces presidente de la Junta de Cofradías del Real Sitio, Juan José Bellette Puente, y el alcalde, me encargaron la investigación y elaboración de un informe sobre el origen de la Semana Santa y su tradición en La Granja de San Ildefonso, con vistas a su declaración de interés turístico regional. Indagando y rebuscando entre viejos papeles en más de seis archivos públicos y privados a lo largo de seis meses, logré cumplir con el encargo y presenté aquel informe que, espero en un futuro más cercano que lejano, logre tal distinción para la Semana Santa del Real Sitio.

De todo ello me acordaba el otro día, mientras visitaba en la sacristía de la capilla de la Virgen de los Dolores la exposición que la Junta de Cofradías viene organizando con motivo de la Semana Santa los últimos años. Allí, entre Reales Orlas y vetustos libros de constitución de hermandad; entre imágenes sagradas y cruces procesionales; con ajadas tablas de hermanos y un espeluznante armario de reliquias; me detuve, por fin, frente a uno de los estandartes procesionales, según la documentación, bordado por las damas de la reina Isabel de Farnesio.

Y me vino a la memoria la primera procesión llevada a cabo en el Real Sitio, allá por el año de 1774. Aunque se procesionó el día 10 de septiembre, su estructura y recorrido fue exactamente la misma que, desde entonces, se repite cada día de Viernes Santo. En primer lugar marchaba el estandarte citado, de la Esclavitud del Santo Cristo del Perdón que, según la norma, debía ser transportado por el Hermano Mayor, acompañado por el Maestro de Ceremonias con su cetro y doce antorchas. A continuación marchaban las principales cofradías con la cruz de la parroquia. En soledad, continuaba la procesión la Virgen homónima, tan solo acompañada por la música, seguida por el venerado Cristo del Perdón, verdadero tesoro escultórico realizado por Luis Salvador Carmona. Para finalizar, los diáconos, tribunal eclesiástico y un cuantioso número de fervorosas mujeres.

Partieron de la plaza del Hospital, actual plaza de los Dolores, bajando por la calle de la Reina para subir por la calle de los Infantes. Seguían el paso hasta la Real Colegiata, entrando por una de las puertas del crucero y, tras rezar allí mismo la Salve, salir por la otra, retornando por la calle de la Valenciana al punto de partida.

Doscientos treinta y nueve años más tarde, la procesión se realiza esencialmente igual con varias salvedades: desde 1804 no procesiona el Cristo del Perdón para preservarlo de las frecuentes inclemencias del tiempo, ocupando su lugar el Santo Sepulcro; a partir de 1826 se unieron los franciscanos enlutados en sus inquietantes hábitos mortuorios y cargados de las temibles cruces que tanta impresión siguen produciendo; en 1950, por fin, se unió a la comitiva el Cristo de los Alijares, detalle muy discutido recientemente por mi querido amigo Juan, desde su estanco del Real Sitio.

Sin embargo, de todos los cambios producidos, ninguno como el de la cabecera de la procesión. Aquel 10 de septiembre de 1774 el estandarte principal fue transportado por el marqués de Vili y las borlas del mismo por el conde de Santa Eufemia y el marqués de Valdecarzana, a pesar de que la norma establecía que el Hermano Mayor ostentaba tal privilegio. Y, sinceramente, no veo hoy en día al Hermano Mayor cediendo gustosamente su don adquirido. En una procesión de cofradías y hermandades, me resulta difícil pensar en aquel Hermano Mayor caminando al son de las trompetas con una sonrisa en su cara viendo a otra persona ostentando su lugar. En esta nuestra sociedad, donde los privilegiados gozan de otros títulos más terrenales y menos lustrosos, no me puedo imaginar una cabecera de procesión sin los miembros de las cofradías y hermandades. Los años los han vuelto muy susceptibles y orgullosos de su legado y ya no precisan del lustre del privilegiado ni del patrocinio del privilegio.

Por lo que a mí respecta, como decía el viejo NO-DO de 1957, seguiré disfrutando de esta procesión de innegable interés turístico nacional, con mis amigos cofrades en su cabecera y flanqueada por la interminable hilera de cruces. Aunque, sinceramente, no me importaría ver de una vez la procesión íntegra, que en los últimos diez años, lo menos seis veces nos la ha chafado la inclemencia del tiempo. Por una vez, no me importaría un Viernes Santo soleado, incluso caluroso. Y, lo siento mucho, Juan, con el Cristo de los Alijares incluido.

Abril de 2013.


 

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NAZARIA.

Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que hace unos días fui invitado por el IES La Albuera a participar en su semana cultural, justo después de los carnavales. Entre miércoles de ceniza y domingo de piñata. Y me presenté con una conferencia sobre la mujer y la represión franquista, dado que el tema central era la Mujer Española. Allí, frente a los alumnos de último curso de bachillerato y algún que otro colega profesor e historiador, fui desgranando el evolutivo proceso de lucha contra la absurda e injusta situación experimentada por las mujeres a lo largo del siglo XX en este país. En esta sociedad.

De las chicas perseguidas en el Madrid de la dictadura del Primo de Rivera por vestir pantalones hasta las leyes franquistas enclaustrando a la mitad de la sociedad en un rol de sometimiento al hombre y la familia, el alumnado pre-universitario no salía de su asombro.

Y mientras describía el cliché defendido por el aparato franquista de una mujer ausente de iniciativa, talento, fuerza y vigor por naturaleza, me vino a la mente el recuerdo de la Señora Nazaria, fallecida hace un par de años y vecina del Real Sitio la mayor parte de su extensa vida.

Tuve la suerte de conocerla hace unos cinco años gracias a su nieta, Nuria, amiga de la infancia y vecina largos años de mi señora esposa. En dos largas entrevistas en el porche de su casa de La Pradera de Navalhorno –una, a la sombra del verano; la otra, al atardecer otoñal?, Nazaria desgranó sus recuerdos.

Casada joven y con siete hijos, a los veinte y pocos años, vivió la II República en Valsaín. La existencia del aserradero y la gabarrería más la fábrica de cristales en La Granja, favorecieron la implantación de sindicatos en el Real Sitio y la asociación de los trabajadores, así como su significación política. Entre risas me comentaba que llamaban en aquel entonces a Valsaín el "pequeño Moscú".

"Pero llegó la Guerra Civil", me decía y todo cambió. La fama de sindicalistas que tenían en Valsaín y la avalancha falangista experimentada en toda la provincia tras la muerte de Onésimo Redondo –a decir del Maestro Paul Preston? desató una represión brutal en el Real Sitio. El marido de Nazaria, como tantos otros en Valsaín, tomó el camino de Navacerrada cuando llegaron los refuerzos rebeldes del Regimiento de Transmisiones del Pardo hacia el día 22 de julio. Quedose sola Nazaria, atendiendo a sus hijos y la taberna que constituía su trabajo diario. Y hubo de pasar julio y agosto en Valsaín, cuando se desencadenó la persecución salvaje tan bien descrita por el historiador segoviano Santiago Vega Sombría. Después de ver caer a más de diecisiete vecinos en apenas una semana, incluida su vecina más cercana, y de comprobar que la mayoría de los que vivían en su cercanía habían sido represaliados, tomó la decisión de escapar al escuchar en su taberna a los falangistas jactarse de haber asesinado a un niño por no estar bautizado. Así, una noche, con sus hijos sin bautizar, uno de ellos amorrado a su pecho para que no llorara, los hijos de su vecina ejecutada, otros dos vecinos y el maldito perro que no paraba de ladrar, se echaron al monte tratando de escapar a una muerte anunciada.

Y, durante lo que pareció una eternidad, deambularon sin sentido entre los pinos y las lomas. De aquí para allá, apartando helechos y acebos, buscando alguien que los subiera hasta el puerto, más allá de la línea del frente, en zona republicana. Al clarear el día, con los niños extenuados, los vecinos acobardados intentando dar la vuelta y el perro del demonio ladrando sin parar, encontraron milicianos que los llevaron a Navacerrada, donde se reunió finalmente con su marido.

No regresó a Valsaín hasta acabada la guerra, confiada en el decreto del general Franco de libertad para aquellos que no tuvieran "las manos manchadas de sangre". Sin embargo, como tantos otros, fue denunciada, detenida y enviada a prisión. Y como la Señora Nazaria no supo mucho lo que significaba la suerte, fue enviada a la cárcel de Ventas, en Madrid. Sin acusación. Sin condena. Rápidamente se ganó un puesto de cocinera e incluso logró ciertos privilegios fabricando alpargatas. Allí conoció a las famosas "trece rosas", aunque ella las llamaba "las trece niñas". Aún recordaba en 2008 cómo habían salido de la cárcel, camino del paredón.

"Cada mañana nos despertábamos unas a otras en la celda y nos quedábamos calladas un buen rato", me decía. "Así podíamos escuchar los tiros de gracia y sabíamos a cuantos no veríamos más". Asustado, le pregunté cómo soportaban el miedo: "no lo teníamos", me confesó. "Lo que tuviera que pasar, que pasase". No me extrañó, por tanto, que la noche del 23 de febrero de 1981 durmiese con un cuchillo debajo de la almohada. "A mí no me llevan otra vez" dijo con media sonrisa y mirándome fijo a los ojos.

De modo que, hablando de estereotipos franquistas sobre la mujer ante casi un centenar de estudiantes, profesores, académicos y políticos, el recuerdo de la Señora Nazaria Martín me permitió terminar mi conferencia con una sonrisa esperanzada. La investigación histórica nos ha enseñado estos últimos años que como Nazaria hubo muchas en este país. Las hay y las habrá. Que a pesar de la barbarie y la estulticia, la educación y el libre acceso al conocimiento nos permiten comprender lo que ser mujer debe significar en nuestra sociedad.

Yo, por mi parte, me quedo con la imagen de mi amiga Nuria mirando fijamente a su abuela mientras me contaba su vida. No me imagino mejor forma de enseñar lo que es ser mujer en España.

Marzo de 2013.


 

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LAS MARIPOSAS DE ANTONIO.

El Adelantado de Segovia - Opinión.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que el otro día, en el Centro Segoviano de Madrid, Antonio Horcajo, su presidente, me contaba cómo solía pasar los veranos en el Real Sitio allá en su niñez. Buscaba su padre huir de los calores estivales segovianos y, de paso, aligerar a su señora esposa los padecimientos propios del embarazo. Ocupaban el bajo de aquella casita blanca de dos pisos y sobrado que había frente al Pozo de la Nieve, junto a la Puerta del Campo y la Huerta del Molino. Un lugar estupendo, abierto al norte y al fresco nocturno de la sierra.

Desde allí, Antonio y sus compinches disfrutaban del verano del Real Sitio, repleto de oportunidades para un aventurero de verdad. Y entre las cosas que más gustaban de hacer estaba la captura de mariposas. A través de la plaza, hacia las Puertas de Segovia, camino de la fuente del Cochero, verdadero reducto para los lepidópteros. Allí, a la sombra de los castaños, de los álamos, al fresco de la cacera, con el placentero cantar del agua en el pilón y el floral aroma de las zarzamoras. Un verdadero paraíso a decir de Ramón Campoamor, que de esto sabe un rato.

El brillo travieso en los ojos de Antonio me hizo investigar acerca de tan bellos paisanos. Y me enteré de que en el pinar y bosque de Valsaín viven más de cien especies distintas de mariposas, algunas de ellas endémicas de la zona. Siguiendo el estudio que Pablo Pereira hizo para el Centro de Montes de Valsaín, hasta ciento tres. Y no mariposones nocturnos de desagadable vuelo; mariposas diurnas de colorido hechizante y vuelo adormecedor.

Y no es baladí su presencia. Más bien, garantía de pureza y de entorno conservado, libre de contaminación y alteraciones del ecosistema. Sello de Reserva de la Biosfera, que dirá alguno esperemos más pronto que tarde. Que desde 1974 han incrementado su presencia en un 19%, representando un 44% de todas las especies de la península Ibérica.En ese paraíso de lepidópteros se divertían, por tanto, Antonio y sus amigos. Me contaba que, pasados los años, de todas aquellas jornadas en el bosque cazando mariposas, no podía borrar de su memoria el único día que no pudieron hacerlo. Al llegar a las Puertas de Segovia, flanqueadas por el Hotel Roma y el Bar Goya, con el Hotel de París al fondo, unos adultos no les dejaron pasar. Allí quedó Antonio, con su red lista para la caza sin saber ni entender. Sorprendido de que, al fondo, hacia la primera plazuela, justo donde está ahora la gasolinera y el Hotel del General Serrano envejece mudo y absorto, unos jóvenes cortaban los álamos que flanqueaban la carretera y los cruzaban, impidiendo la circulación. .

Requerido por su padre, hubo de correr a casa. Allí se cruzó con su joven vecino, otrora simpático y bromista; aquel día, sombrío y armado. Con lo puesto, su padre le sacó junto con sus hermanos y, red en mano, les llevó a por mariposas hacia la Atalaya. Y caminaron. Pasaron la Atalaya y el cementerio del Real Sitio, que está tan alejado que se halla en otro municipio. Y caminaron y caminaron. Hasta Segovia. Hasta su casa de la plaza de Muerte y Vida.

Era 19 de julio de 1936 y acababan de escapar del Real Sitio, que permanecía fiel a la República. A los pocos días entró parte del Regimiento de Transmisiones evadido de El Pardo y el Real Sitio se convirtió en la línea del frente durante los siguientes tres años. El paraíso se apagó durante ese tiempo, sustituido por el horror de la guerra. Los jóvenes que cortaban los árboles acabaron todos enterrados en fosas en la flor de la vida, purgando los demás una travesía de cuarenta años hasta la incierta democracia que hoy disfrutamos y padecemos.

Sin embargo, a pesar del horror y el miedo, del odio y la miseria, las mariposas siguieron volando indecisas entre los pinos, los robles, los álamos renacidos y las zarzamoras en flor. Multiplicando su presencia y provocando que, de vez en cuando, te encuentres por el pinar a algún tipo de extraña indumentaria persiguiéndolas, haciéndote sentir parte de alguna película de Buster Keaton.

Yo me quedo con esa imagen y el recuerdo de mi amigo Antonio en el pinar de Valsaín, saltando y corriendo tras las mariposas, arañándose las rodillas desnudas con las zarzamoras, riendo para siempre en el paraíso intemporal en el que tengo la fortuna de vivir.

Febrero de 2013.


 

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EL PINAR DE TOMASELE.

El Adelantado de Segovia - Opinión.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que la mayoría de los días que me acerco a comer en casa de mi señora suegra —y puedo asegurar que son muchos— suelo sentarme unos momentos con uno de sus vecinos más antiguos, el señor Tomasele, en uno de aquellos confortables bancos de madera que donó al barrio la tristemente desaparecida Caja de Ahorros de Segovia por la acción de la piratería moderna que carece de nombre acuñado, pero que todos sabemos dirigida por ese filibustero sonriente con quien nos cruzamos a diario.

Aunque siempre me recibe con un semblante tan serio que no invita a la conversación, a los pocos instantes estamos charlando distendidamente. Con su camisa a cuadros y el rostro curtido de las centurias pasadas a la intemperie, acostumbra a llevar alguna que otra vara para entretener las manos, encontrada con toda seguridad en su huerta de judiones.

De charla escueta, un tanto estoica, cada palabra que me dedica está llena de enjundia para un servidor. El tema que siempre tratamos, el pinar de Valsaín. Y digo Valsaín, que no Guadarrama o pinares del Real Sitio, porque no quiero ganarme una reprimenda o, lo que sería peor, un pescozón, que esas manos han sido durante casi setenta años duras y un tanto peligrosas.

Mi amigo Tomasele, a pesar de vivir en La Granja, de trabajar toda su vida en la fábrica de vidrio, es un gabarrero honorario. Y a pesar de querer mucho a Juani, su esposa, y a sus hijas y nietos, su verdadero amor es y será el pinar. Todos los días se encamina por las interminables cuestas, recordando más desventuras que alegrías, que el pinar no es amante placentera, y preocupándose de aquel pimpollo, de esa fuente que no fluye, de aquel vericueto anegado por la riada de la última tormenta.

Siempre que nos vemos me acerco a contarle mi último paseo por su pinar y me educa constantemente sobre los caminos y parajes. Y lo más impresionante es el dominio absoluto de la toponimia tradicional del pinar de Valsaín. Si bien al principio descolocan los ásperos nombres, una vez que los asocias al maravilloso lugar, comprendes la poesía que encierra: tío levita, Oquendo, tío de la bota, Aránguez, Citores, Ceniceros, Cancho, Rasos de Pinos y Saltos de Corzos; fuentes cristalinas de Chotete, la Cruz de Abastas, Merendera, Ratón….

Pero Tomasele es pesimista. "Los jóvenes ya no conocen el pinar", me dice compungido. "A ver, si no trabajan allí". Además, la toponimia establecida no suele concordar con el tradicional nombre que los gabarreros auténticos empleaban y transmitían de padres a hijos.

Y eso preocupa mucho a mi amigo.

Aunque es cierto que hay gloriosas excepciones, como las fantásticas "Crónicas Gabarreras" de mi querido amigo Juan Manuel Martín Trilla, la labor conservadora del patrimonio cultural popular está en claro y franco peligro. Y la desaparición de la Caja de Ahorros de Segovia y de su Obra Social es un factor determinante para la pérdida del conocimiento de esta historia de lo pequeño y cotidiano, que diría el gran historiador francés Fernand Braudel. Si la Real Academia de la Historia vela por el pasado histórico de la nación, ¿quién protegerá este conocimiento ancestral?. Estamos en manos de héroes de la tradición como Juan Manuel y sus Crónicas Gabarreras.

Por lo que a un servidor respecta, seguiré aprehendiendo las lecciones de mi querido amigo Tomasele, tratando de conservar su pasado, aunque tenga que sentarme en las escalerillas de su casa si, como es previsible, nadie para los pies a ese pirata segoviano y a sus secuaces, y acaban por embargarnos el banco de nuestra querida Obra Social.

Enero de 2013.


 

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DE PARAÍSOS PERDIDOS.

El Adelantado de Segovia - Opinión.
Eduardo Juárez Valero.
(Cronista oficial del Real Sitio de San Ildefonso)

Resulta que hace unas semanas, en mi trastear frecuente entre los legajos del Archivo Histórico Municipal del Real Sitio, encontré un documento de principios del siglo XX que me llamó poderosamente la atención. Se trataba de una lista de recompensas económicas que, bajo el título "Alimañas y Especies Dañinas", establecía un baremo según el animal que fuera entregado muerto en el Ayuntamiento del Real Sitio. Y entre la lista de especies dañinas se encontraban los lobos ?diferenciando lobo, loba o lobezno?, los zorros y las garduñas, todos ellos, afortunadamente, presentes en mayor o menor medida en nuestros queridos pinares de Valsaín.

Sorprendentemente, al final de la lista aparecía también recompensa económica por la caza del lince. Mi sorpresa fue mayúscula, pues nunca recogí noticia alguna de la presencia de tan afamado, escaso y preciado felino ibérico. Rápidamente me puse en manos de aquellos que conocen la fauna y el pinar: desde mi querido Juan Francisco Bellette, incansable caminador del pinar y guía perfecto, hasta Ramón Campoamor, gran defensor y divulgador de la naturaleza, todos coincidieron en que el entorno, en efecto, se prestaba a la presencia de linces en el Real Sitio. Especialmente la mata y robledal, durante siglos en litigio con el Ayuntamiento de Segovia.

Un servidor, que de imaginación va sobrado, en el momento me puse a fantasear con linces corriendo tras conejos y palomas por el Robledo; subidos a las encinas y rebollos de la falda de Matabueyes y mirándome fijamente mientras recojo setas de cardo con esos ojos tan profundos y aterradores que los felinos gastan.

Pero fue sólo un momento. Pronto volví a la realidad y la sensación que de paraíso perdido tengo siempre que recorro el pinar me conquistó una vez más. Y pasando por el vado de Oquendo, camino de la cuesta del arroyo de los dos Cañones con mi amigo el señor Bellette, recordé que ya no habría más linces; que el último oso fue abatido por una partida del Rey Habsburgo en los años setenta del siglo XVII; que apenas quedan dos o tres parejas de águilas imperiales en el pinar en recóndito y secreto lugar perfectamente protegido gracias al Centro de Montes de Valsaín y a Javier Donés, su director, debido a que, a finales de los años veinte del siglo pasado, un militar que descansaba durante el verano del Real Sitio tuvo la feliz idea de dar caza a cuántas águilas, halcones, alcotanes y azores pudo con la técnica del mochuelo, según atestigua la documentación y la prensa del momento, dejando la población de tan maravillosas aves bajo mínimos en nuestro querido paraíso perdido.

Por ello siento cada vez con mayor necesidad que la protección de nuestro privilegiado entorno natural es una responsabilidad que trasciende claramente a la política, que todo lo inunda y tergiversa, correspondiéndonos a nosotros su defensa. No me cabe en la cabeza que un paraje como el Real Sitio de San Ildefonso no haya sido declarado aún Reserva de la Biosfera; que su constatación como Parque Nacional se convierta en un debate sin sentido de hectáreas arriba y abajo olvidando que el objetivo real es la protección de un enclave simbiótico naturaleza-humanidad.

Aún nos quedan jabalíes ¿los "puercos" salvajes que dieron nombre al afamado cerro de la batalla de 1937?, rapaces, buitres, tejones, garduñas, zorros, algún lobo despistado y perseguido; erizos, ardillas, murciélagos, peligrosas víboras hocicudas, culebras de collar, lagartijas y lagartos verdinegros de alegre trote; salamandras, tritones y ranas patilargas; corzos de cuatro patas y ciervos volantes de coraza negra y zumbido profundo; y maravillosas y etéreas mariposas de grácil e inestable vuelo que te alegran el paseo y hacen reír a los niños.

Protejámoslos. No quiero ni puedo imaginar a mis nietos sorprendiéndose al leer este artículo, añorando un paraíso perdido que no supimos legarles.

Enero de 2013.

©Pedro de la Peña García | devalsain.com